martes, 10 de junio de 2008

El club de los perdedores (Fragmento de novela)



Cayetana

—Aunque no lo crean, pudo haber sido una historia brillante. Por lo menos, los primeros años pintaban así. Mi madre era una grandísima hija de puta, pero eso lo supe hasta que cumplí treinta años. Mi padre, lo contrario, un mandilón sin remedio, dominado siempre por la razón o por la fuerza bruta de la bruta de mi progenitora que debe estar rostizándose en el último piso del infierno, si Dios es tantito justo. No me vayan a tachar de vanidosa, pero era yo una niña llena de talentos, lo juro; cantaba, bailaba como un cisne del lago ese, del famoso…
—El de Piotr Ilich Tchaikovsky —apuntó Eusebio.
—¿¡Quéeeee!?
—Ése, Tchaikovsky
—Bailaba ballet, así como me ven de gorda. Flotaba con mis zapatillas rojas de punta. Cantaba también. Tengo hasta la fecha el timbre exacto de una mezzosoprano, y cuando gusten me remitiré a las pruebas. Todo iba de maravilla hasta los trece o catorce años. Ahí empezó el desmadre. Conocí a un tipo, un verdadero gañán que me volvió loquita a la primera sonrisa, idiota que es una de jovencita. Tenía unos cuarenta años el recabrón, y me enseñó en una sola semana a comer con cubiertos, a tomar vino, y todas las posiciones del “Kamasutra”.
—¿Kama qué? —preguntaron a dúo Joaquín y Cristobalito.
Eusebio levantó los brazos hacia el cielo, implorando paciencia.
—“Kamasutra”, par de iletrados. Cayetana se refiere a un libro escrito hace más de dos mil años, antes de que Jesucristo naciera. Originalmente era una serie de aforismos escritos por un hombre llamado Nandim, pero fue después resumido e interpretado por muchos autores. El que conocemos es el de “Mallanaga Vatsyayana”, dedicado a los burgueses de la sociedad hindú para instruirlos en las artes amatorias. No tiene nada de pornográfico —aclaró Eusebio, ante la expresión libidinosa de Cristobalito—, es un libro serio, casi científico, pero interrumpimos la historia de Cayetana con estas burradas.
—Sigo entonces —dijo la gorda anfitriona levantando su copa—. Ese perro me sacó de mi casa. Me llevó a vivir con él, ante la aprobación de mi mamá y la mariconería de mi papá, que no se atrevió a manifestar su desacuerdo. A los seis meses me regresó embarazada, sin haber cumplido los diecisiete, y mi mamá me corrió de la casa diciendo que no aceptaba putas.
—De verdad que era una desgraciada —dijo Joaquín indignado.
—Una cabrona —continuó Cristóbal.
—Una hija de la chingada —complementó Eusebio.
—Todo eso y más, pero déjenme continuar, que aquí empieza lo bueno. ¿Qué podía hacer una niña desamparada con un hijo creciendo en la barriga? Conocí a un muchacho, un vecino un poco mayor, y me llevó con una bruja. Una hechicera célebre en los tiraderos de basura que era capaz de espantar a la cigüeña en minutos con sus manos. Perdí al niño de ocho semanas. Me lo entregó la bruja envuelto en un periódico. Perdí también la capacidad de tener hijos. Los pulgares de la curandera arrasaron con todo lo que encontraron a su paso. Me quedé sola, enferma, sin un centavo, con muy pocas ganas de vivir. Conocí entonces a un mimo, un actor viejo de teatro, un trashumante que recolectaba centavos haciendo números de pantomima en el barrio de Coyoacán. Me senté hambrienta y cansada a verlo. Cuando todos se habían marchado, incluso la luz del día, seguía yo mirando cómo levantaba su sombrero, guardaba sus enseres y hacía corte de caja contando monedas y billetes arrugados. Me fascinó la expresión de dolor escondida en la capa blanca de la pintura. Traía cargada la tristeza de toda una vida. Estaba tan cansado como yo, pero con seis décadas de diferencia cronológica. Ese día inició la más conmovedora y emocionante relación que viví. Marcelo, aunque nunca supe su verdadero nombre, se convirtió en el hombre de mi vida. Fue mi primer padre, amigo, socio, jefe, todo lo que gusten. Imagínense a la pareja: una jovencita de diecisiete años y un cansado mimo de setenta y tantos. Él necesitaba alguien que recolectara las monedas durante su espectáculo; yo necesitaba alguien que me recolectara a mí, que no iba ni venia a ningún lado. Los dos estábamos ávidos de compañía y de afecto. Me llevó a su casa. Un tapanco lleno de carteles, de marionetas, de vestidos teatrales. Para una niña, el piso era un lugar lleno de magia. Marcelo había sido actor de teatro, de cine, hasta de televisión en papeles secundarios; traspunte teatral de los de antes del apuntador electrónico, de los que se escondían en una concha y soplaban a los actores sus parlamentos; había sido también escenógrafo, coreógrafo, bailarín, pero siempre en el chorus line, jamás cerca del proscenio. Huérfano de padres, hijos, hermanos y amigos; solterón empedernido, incapaz de conservar cualquier relación social. ¿Saben por qué? Porque era el hombre menos hipócrita que he conocido. Decía siempre la verdad, gritaba su opinión sin el menor prejuicio de lo políticamente correcto o de la diplomacia social. Su espontaneidad le costó la amistad, el amor, el éxito en su profesión, o sus profesiones diversas. Cuando un director le preguntaba sobre una obra, Marcelo respondía simplemente: es una porquería comercial, pero qué le vamos a hacer, si el público es tan ignorante que aplaude cuando debería abuchearla.
Sólo tres años duró la apasionada relación. Todas las mañanas me disfrazaba de algo diferente para mi labor de cosechera de monedas y espejo mímico. Me convertía con sus artes prodigiosas en princesa, en payasita, en diva, en ángel, en grillo, en lo que se les ocurra. Mientras más espectacular era mi atavío, más productiva resultaba la mañana. Marcelo hacía su cuadro, y yo recogía las monedas en un sombrero de copa, que llegaba a llenarse en los días buenos. Eran una combinación ganadora: el viejo mimo triste y la mariposita que revoloteaba por el Club de espectadores transformando toda la gama de sentimientos, complejos, culpas y frustraciones, en monedas de cobre y plata. Me instalé en la cama de Marcelo, la única que existía en el tapanco. No me atrevería decir que me adoptó como hija, sería inexacto. Aunque me trataba como a una princesa, con esa gracia culta de los hombres de teatro, de esos señores que hacen de la sensibilidad un modo de vida, siempre respetó la distancia familiar. No era mi padre, eso estaba claro. Era una especie de padrino, de bondadoso guardián. Un anciano y una niña, imagínense la escena, poniendo una barrera ante los mortales con las máscaras, viendo a la masa municipal desde la altura del escenario, callejero si ustedes gustan, pero tan válido como el Carnegie Hall o el Sidney Opera House.

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