lunes, 24 de septiembre de 2007

Fragmento de "La serenata", novela en proceso.

La serenata


Tú me acostumbraste
a todas esas cosas
y tú me enseñaste
que son maravillosas…

Hoy estoy enterada de que esa canción es de Álvaro Carrillo, pero hace cuatro años, cuando la escuché por primera vez, estaba dormida, y no tenía la más remota idea de donde salía esa victoriana trova que entorpecía mi sueño. Con qué derecho irrumpiste en mi juventud apresurada y secuestraste los años epicúreos e insensatos que tanto me complacían, para cantarme canciones del tiempo de mis abuelos. Puedes estar satisfecho. Nutriste tus ansias de vampiro milenario con mi sangre de estreno. Eran las cuatro de la mañana, y tenía clases a las siete, ¡imagínate!. Mis arrebatos oníricos fueron sepultados por la voz desvelada de mi sacrosanta madre: ¡despierta hija, ay te traen serenata! ¿Serenata?, ¿a mí? Estás loca madre, esas jaladas pasaron de moda desde que mi abuelito pasó a mejor vida. Pero mi madre no me escuchaba, estaba arrobada con las palabras del tal Carrillo:

Sutil llegaste a mí como la tentación, llenando de inquietud mi corazón…

La pobre regresó a su oxidado lecho conyugal a soportar el vigésimo quinto año de ronquidos de león africano, romanza conyugal de mi padre, no sin antes aleccionarme sobre el protocolo a seguir: “debes encender la luz y apagarla de inmediato, para hacerle saber que estás escuchando. Cuanto termine, cuanto canten la despedida, vuelves a mandar señales de agradecimiento sin asomarte. Sólo con las luces”.
Una idea revoloteó por mi mente. Estaba segura de que era el caballo, uno de mis compañeros que desde la prepa me pretendía, con la aclaración de que también pretendía a todas las demás compañeras de la carrera, desde las perras de primero, hasta las que preparaban su examen profesional. Pero no, no era el desfachatado equino; eras tú, interrumpiendo, no sólo mi sueño, sino también mi plácida existencia de escolapia fresa. Me asomé —después de enviar la señal indicada— por entre las cortinas tratando de que no me vieras. El trío seguía armonizando sus tres voces y sus dos guitarras, y tú —qué descoco— cantabas también con una botella de vino en la mano, al más puro estilo de las películas en blanco y negro de Pedro Infante, con el nudo de la corbata desamarrado y la sonrisa luminosa de un adolescente. Venías acompañado de otro viejo de tu vuelo. Aunque me pareció incongruente ver a mi maestro favorito, el más cuate de todos, y para colmo, director de mi tesis, cantando bajo mi ventana como en los tiempos de la colonia, he de reconocer públicamente que mi corazoncito de estreno tamborileó al ritmo de las maracas. ¿Qué carajos hace Manolo?, ¿estará borracho?

Yo no concebía, cómo se quería, en tu mundo raro, y por ti aprendí…

¿Mi mundo raro?, ¿por mí aprendiste? Qué podría aprender un hombre que lee un libro cada día, de una estudiante interesada en el Hola, Vanidades, y los cantantes de moda. Todas sabíamos que no eras un maestro corriente, que tu cabello a la John Lennon, tus zapatos tenis, tus pantalones de mezclilla, y tus horrendos y hediondos puros, te ubicaban en otra categoría, pero entre eso, y que agarraras la jarra y le llevaras gallo a una de tus alumnas, había una enorme diferencia. Estabas loco de remate.

Por eso me pregunto, al ver que me olvidaste, por qué no me enseñaste, como se vive sin ti.

Pero si viviste sin mí la mitad de tu vida, mitad equivalente en años a mi vida completa. Obvio que ya no dormí. No soy de palo, tengo sentimientos. Desde las cuatro y veinte, en que te fuiste con esa de: me despido ya, arrullando tu alma, me quedé pensando.
El día en que el doctor Ripol, cumplió con sus obligaciones de director de la facultad y te presentó al grupo nos quedamos anonadados. Era el penúltimo semestre, el siguiente sería dedicado de tiempo completo al proyecto de tesis, y lo menos que nos esperábamos era un catedrático con aspecto de bajista de un grupo de rock retro. Eras igualito a los cantantes de las portadas de los discos de mis ancianos progenitores. Esos discos grandotes, acetatos de treinta y tres revoluciones, que se rayaban con una uña. Nos impresionó tu voz de bajo profundo, penetrante, imponente, y el tamaño de tus manos, jamás había visto unas de ese volumen. También nos impactó la manera en que te presentaste una vez que el director se piró. Nos invitaste a hablarte de tú, a decirte Manolo, y nos pediste que nos presentáramos uno por uno. Cambiaste las reglas a las que estábamos acostumbrados: no pasarías lista, ni tendríamos problemas con las calificaciones; como adultos era nuestra responsabilidad aprovechar o no tus conocimientos y experiencia como comunicólogo. En menos de dos días conocíamos de memoria tus antecedentes, tus maestrías y doctorado, tu afición a la música, tu divorcio reciente; tu palmarés de la “a”, a la “zeta”.

—¿Qué te traes, Marcelita?, se nota en la cara que no dormiste bien y que tienes demonios voladores rondando por tu cabecita.
Las chicas superpoderosas rodearon a la recién llegada a las seis cincuenta y cinco, hora en que se reunían como hábito para entrar juntas a clase.
—Tú no despiertas si no has dormido al menos tus reglamentarias ocho horas —dijo Tania, la capitana virtual del equipo formado desde el primer día de clases—. Dinos la neta o no entramos al salón aunque nos pongan retardo.
Marcela sabía que era inútil enfrentar la curiosidad de gata de sus contlapaches. De todos modos se iban a enterar tarde o temprano. Más le valía desembuchar rápido, que la tolerancia era sólo de diez minutos.
—Está bien, les contaré lo que pasó. Me llevaron serenata.
—¡¿Queeeeeeé?! —aullaron en coro. ¿Quién?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿por qué?, ¿serenata?: no te la jales.
Provocó un sádico silencio mirando alternadamente los rostros encendidos como señales de alto en el aeropuerto.
—Se los prometo. Y cuando les diga quién fue el autor no me lo van a creer.
—Habla ya cabrona, no nos dejes con esta ansiedad.
—Está bien, pero deben jurar por sus madres que serán unas tumbas de mármol.
—Juramos, juramos por lo que quieras, pero dilo ya.
—Fue Manolo, nuestro dómine de semiótica. Todavía no salgo de mi asombro. Afortunadamente mi jefa dio por hecho que era el caballo, ya ven que anda muy querendón este semestre.
—¡No manches! —Tania, Grecia y Samantha hablaban al mismo tiempo, como Hugo, Paco y Luis—. Jura.
—Al rato les cuento con detalles, ahora vamos a clase que ya va a pasar lista La Pérez. Acuérdense que, tres retardos y nos ejecuta una falta.
Marcela Buendía no logró concentrarse un mísero instante en la clase de historia del siglo XXI, en su mente se repetía: por qué no me enseñaste, cómo se vive sin ti.

7 comentarios:

Lorena Ancona dijo...

ya me quede picada con las primeras paginas de La Serenata, apurate por favor para poder ser la primera en leerlo Felicidades y un beso
Lorena

Maria dijo...

Alvaro que gusto leerte y tambien me quede picada asi que echale ganas para leer tu novela completa...Ay las serenatas eran hermosas, lastima que ya se acostumbran muy poco o ya no se acostumbran? ni se, ya sabes que aca donde vivo no existe nada de eso..Te felicito y dejo aqui en tu blog, al que visitare muy seguido, un fuerte abrazo..
Maria

Victor Bloise dijo...

Alvarito, no se de que parte de tu novela sea este fragmento, pero quede con los deseos de arropar en mi la totalidad de esta.
Espero con ansias la continuacion de la misma.Victor

Álvaro Ancona dijo...

Lorenita:

en un par de meses estará terminada. Prometido.

Álvaro

Álvaro Ancona dijo...

María:

me honras con tu presencia. La serenata es una novela que debo terminar este año.

Álvaro

Álvaro Ancona dijo...

Victor:

Pronto estará en tus manos, En eso estoy empeñado.

Álvaro

marce bloise dijo...

tio: ya me urge leer más!! Por que de verdad esta muy interesante! Te quiero mucho