jueves, 11 de octubre de 2007

Focalizaciones (opus uno)



El banquete


La gorda de la izquierda, tiene cara de querer conversar, la muchacha a mi derecha, está tan sacada de onda como yo, desorientada, no encuentra —afortunadamente— como iniciar una plática conmigo y se limita a sonreír. Soy el único inadaptado que se trajo su cubalibre a la mesa, todos abandonaron el aperitivo en los salones. Qué me importa, tengo más sed que los demás. Dieciocho comensales, dieciocho. Hacía mucho tiempo que no veía una mesa tan grandota. La anfitriona echó la mansión por la ventana. Esta porcelana debe ser de Dresde, los cubiertos de plata, la cristalería de Murano. Por qué no hablará nadie, hay infinidad de ángeles volando por encima de la mesa. Dónde estará Federica, está en el mismo lado de la mesa que yo, fuera de mi ángulo de visión. Mejor para ella, porque mis ojos podrían ametrallarla por obligarme a venir, y sería desagradable que su cadáver rompiera los platos y la sangre maculara los finísimos manteles de seda. Tan a gusto que estaba en mi casa leyendo a Tomás Eloy Martínez, sentado en mi más viejo amigo, un sillón de piel desgastado por centenas de libros leídos, bebiendo una copa de vino rojo; sin zapatos, sin afeitarme, cuando escuché la voz castrense familiar: ¿ya estás listo?, son casi las ocho y media, recuerda que vamos a casa de la duquesa de Veragua, y esa gente aprecia mucho la puntualidad. Me parece una exageración dar vueltas a la manzana por diez minutos, Federica tiene una enfermiza compulsión por llegar en punto. Nadie le ha informado que estamos en el siglo XXI.
Ni siquiera la duquesa-anfitriona encuentra que decir. No sirven el primer tiempo. Carajo, que me estoy perdiendo el segundo tiempo del futbol, a propósito de tiempos. Me terminé la cuba, y no veo ningún mesero por aquí. ¿Dónde estarán? ¿Por qué nadie habla? Qué silencio más tenso.

¡Qué desesperación! Nunca había venido a una cena más mamila. La sangre azul se derrama por toda la mesa. Ni siquiera mi marido, rey de la sociedad, está a gusto. Me sentaron entre el conde Drácula y la princesa Pirulí. Mi pálida vecina insiste en restregarme su genealogía y su rancia estofa; hazme el cabrón favor, es descendiente en línea directa de Carlota, la lorenza consorte de Maximiliano. Es una Habsburgo de Austria; qué pena, yo soy una Sánchez de Michoacán. Qué chistosas se ven las señoras estiradas por los mercenarios del bisturí. Sonríen, aunque estén enojadas, no pueden evitarlo. Obra del cirujano. Me encantaría ver a estas reales damas en la mañana, al despertar, sin una gota de maquillaje. Qué horror. Por qué diablos no me habré traído mi copa de vino, llevamos quince minutos sentados y el regimiento de esclavos de librea no aparece por ningún lado. El único cabrón que tiene un trago en toda la mesa, es el de enfrente. No está feo, hay que reconocerlo, se nota a leguas que está tan incómodo como yo. Tampoco sabe de qué hablar con sus vecinas. No sé cómo le hizo, pero un mesero norteado le trajo otro chupe. Se ha de haber mochado con una lana. Cual será su esposa. Me late que es la gorda de verde, la de la esquina. Cambiaría un día de vida por un cigarrillo, pero ni siquiera pusieron ceniceros. Estos pinches ricos son bastante desconsiderados.

Tiene bonitos ojos la señora de enfrente. Son de un verde oscuro que no había visto, como del color de la hierba del jardín. La he descubierto mirándome varias veces, pero en cuanto coinciden las miradas se voltea a conversar con la bruja que le tocó al lado. Sus pupilas no la obedecen, me buscan sin su consentimiento. De la pléyade de momias heráldicas presentes, es la más guapa, se nota que no pertenece a la aristocracia, debe ser princesa consorte como yo. Plebeyos arribistas ja ja. Me volvió a mirar y brindé con mi nueva cuba. Se puso tan roja como las flores del vestido de la bruja vecina. ¿Cómo se las irá a arreglar la gentil centenaria para comer la sopa y no remojar su collar de esmeraldas? Vaya, por fin sirven la cena. Ni en el palacio de Versalles desfilan los esclavos con tanta coordinación. Dieron una vuelta completa antes de detenerse. ¡Puta madre!, hay uno por cada comensal. No puedo ver al mío, pero el que le tocó a mi amiga de enfrente es el último de los Neandertal vestido de etiqueta. Le sirvieron nada más a la duquesa, la gentil anfitriona. Hasta que probó la sopa y dio su aprobación al mayordomo que se parece a Drácula, nos empezaron a servir a los demás. Primero, a las damas, de acuerdo al librito de Carreño; finalmente, a los gentiles caballeros; una crema de color nebuloso. No vi gato alguno que la probara primero, espero que la duquesa no me mande envenenar por romper el protocolo y seguir chupando. Si tuviera la capacidad de leer los pensamientos, estaría yo en una mazmorra esperando por el invento del doctor Guillotine.

Es un descarado el señor de las cubas. No ha parado de coquetearme. ¿Cómo se llamará? Tiene cara como de Ernesto. Así le pondré, Ernesto, para no estar sonriendo con un tipo anónimo. Hay un libro de Wilde, ¿no?, La importancia de llamarse Ernesto. Sea pues.
¿Qué serán estos pajaritos que nos sirvieron? Parecen canarios asados. Ernesto ya se acabó el suyo, se nota que no vino por hambre, que ya la traía. No ha hecho el feo a los vinos. Toma todo lo que le ponen enfrente. Por fin conversan los demás, cada quién con su vecino más próximo. El cotorreo suena como un panal de abejas. La orquesta de Cámara sigue interpretando a Strauss desde el piso de arriba. Un vals más y entenderé por qué Hitler invadió Austria. Nada detiene el cinismo de Ernesto. Cada que da un trago de vino, brinda conmigo. Si lo ve mi marido se va a armar. Hay que reconocer que tiene bonita sonrisa. Brilla más que el collar de perlas de su obesa vecina. No me queda más remedio que corresponder a los brindis y a la sonrisa. Vigilo a mi esposo, para ver si no se da cuenta de mi juego con Ernesto, pero está involucrado en la conversación con los que lo rodean. En realidad, hace años que se olvidó que existo. Perdí la cuenta ya de la última vez que me hizo el amor. Meses, años quizá. Quién será el flaco ese que convoca la atención golpeando su copa de vino con una cucharita. Debe pesar treinta kilos y tener cien años, ¡qué oso! Bueno, nada más duró diez minutos su oda, elogiando la gentileza de la anfitriona. La duquesa agradeció el brindis y nos invitó a pasar a la biblioteca en donde se servirán el café y los licores. Necesito fumar, las garras del vicio atenazan mi voluntad y mi paciencia.

Qué hermosa se ve la grande ciudad de la laguna a la media noche. Amanecieron pródigos los dioses urbanos. Raro ver tantas estrellas. Espero que Federica no me esté buscando, pero ya no soportaba la conversación de la alta sociedad. Puras pendejadas. Me voy a echar otro cigarro, nadie fuma adentro. ¿Quién será? Es la dama de las esmeraldas en los ojos. ¿Vendrá por mí, o será fumadora?

¿Se me notará? Juro que nunca vuelvo a beber, lo juro. ¿Adivinará López lo que hice? Creo que no. No ha parado en todo el camino de hablar del honor de habernos codeado con la gente bien de la ciudad. No supe siquiera el nombre de Ernesto. Será Ernesto para siempre. No cruzamos más de cien palabras. Siempre supuse que mi primera aventura sería en una suite de lujo, con champaña y un largo proceso de seducción. No en el jardín de una duquesa, detrás de unos matorrales, con Ernesto, un señor al que jamás había visto antes, ni volveré a ver. Tengo los calzones llenos de pasto, tendré que bañarme antes de dormir.

No hay comentarios: