jueves, 15 de noviembre de 2007

Belli, Bioy Casares, Umberto Eco.


Obligaciones del poeta

Gioconda Belli

Que nunca te dé por sentirte intelectual privilegiado, cabeza de libro, serrucho de conversaciones, mustio pensador adolorido.Vos naciste para desgranar estrellas y descubrir la risa de la muchedumbre entre los árboles, naciste blandiendo el futuro, mirando por ojos, manos, pies, pecho, boca, adivino del porvenir, agorero de días de los que el sol aún ignora su paternidad, fuiste engendrado en noches de luna cuando aullaban los lobos y corrían enloquecidas las luciérnagas.
De El ojo de la mujer.

El caso de los viejitos voladores
Adolfo Bioy Casares

Un diputado, que en estos años viajó con frecuencia al extranjero, pidió a la cámara que nombrara una comisión investigadora.
El legislador había advertido, primero sin alegría, por último con alarma, que en aviones de diversas líneas cruzaba el espacio en todas direcciones, de modo casi continuo, un puñado de hombres muy viejos, poco menos que moribundos. A uno de ellos, que vio en un vuelo de mayo, de nuevo lo encontró en uno de junio. Según el diputado, lo reconoció "porque el destino lo quiso".
En efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía otro, más pálido, más débil, más decrépito. Esta circunstancia llevó al diputado a entrever una hipótesis que daba respuesta a sus preguntas. Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble, pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más atractivos, más convenientes? De acuerdo: pero las dificultades para conseguirlos han de ser mayores. En el caso de los viejos podrá contarse, en alguna medida, con la complicidad de la familia.
En efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la molestia o el geriátrico. Una invitación al viaje procura, por regla general, la aceptación inmediata, sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se le mira la boca.
La comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa para actuar con la agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el brazo a torcer, consiguió que la comisión delegara su cometido a un investigador profesional. Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a esta oficina.
Lo primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de qué líneas viajó en mayo y en junio.
"En Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas", me contestó. Me presenté en ambas compañías, requerí las listas de pasajeros y no tardé en identificar al viejo en cuestión. Tenía que ser una de las dos personas que figuraban en ambas listas; la otra era el diputado.
Proseguí las investigaciones, con resultados poco estimulantes al principio (la contestación variaba entre "Ni idea" y "El hombre me suena"), pero finalmente un adolescente me dijo "Es una de las glorias de nuestra literatura". No sé cómo uno se mete de investigador: es tan raro todo.
Bastó que yo recibiera la respuesta del menor, para que todos los interrogados, como si se hubieran parado en San Benito, me contestaran: "¿Todavía no lo sabe? Es una de las glorias de nuestra literatura".
Fui a la Sociedad de Escritores donde un socio joven, confirmó en lo esencial la información. En realidad me preguntó:
—¿Usted es arqueólogo?
—No, ¿Por qué?
—¿No me diga que es escritor?
—Tampoco.
—Entonces no lo entiendo. Para el común de los mortales, el señor del que me habla tiene un interés puramente arqueológico. Para los escritores, él y algunos otros como él, son algo muy real y, sobre todo, muy molesto.
—Me parece que usted no le tiene simpatía.
—¿Cómo tener simpatía por un obstáculo? El señor en cuestión no es más que un obstáculo. Un obstáculo insalvable para todo escritor joven. Si llevamos un cuento, un poema, un ensayo a cualquier periódico, nos postergan indefinidamente, porque todos los espacios están ocupados por colaboraciones de ese individuo o de individuos como él. A ningún joven le dan premios o le hacen reportajes, porque todos los premios y todos los reportajes son para el señor o similares.
Resolví visitar al viejo. No fue fácil. En su casa, invariablemente, me decían que no estaba. Un día me preguntaron para qué deseaba hablar con él. "Quisiera preguntarle algo", contesté. "Acabáramos", dijeron y me comunicaron con el viejo. Este repitió la pregunta de si yo era periodista. Le dije que no. "¿Está seguro? preguntó. "Segurísimo" dije. Me citó ese mismo día en su casa.
—Quisiera preguntarle, si usted me lo permite, ¿por qué viaja tanto?
—¿Usted es médico? —me preguntó—. Sí, viajo demasiado y sé que me hace mal, doctor.
—¿Por qué viaja? ¿Por qué le han prometido operaciones que le devolverán la salud?
—¿De qué operaciones me está hablando?
—Operaciones quirúrgicas.
—¿Cómo se le ocurre? Viajaría para salvarme de que me las hicieran.
—Entonces, ¿por qué viaja?
—Porque me dan premios.
—Ya un escritor joven me dijo que usted acapara todos los premios.
—Si. Una prueba de la falta de originalidad de la gente. Uno le da un premio y todos sienten que ellos también tienen que darle un premio.
—¿No piensa que es una injusticia con los jóvenes?
—Si los premios se los dieran a los que escriben bien, sería una injusticia premiar a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me premian porque escriba bien, sino porque otros me premiaron.
—La situación debe de ser muy dolorosa para los jóvenes.
—Dolorosa, ¿por qué? Cuando nos premian, pasamos unos días sonseando vanidosamente. Nos cansamos. Por un tiempo considerable no escribimos. Si los jóvenes tuvieran un poco de sentido de la oportunidad, llevarían en nuestra ausencia sus colaboraciones a los periódicos y por malas que sean tendrían siquiera una remota posibilidad de que se las aceptaran. Eso no es todo. Con estos premios el trabajo se nos atrasa y no llevamos en fecha el libro al editor. Otro claro que el joven despabilado puede aprovechar para colocar su mamotreto. Y todavía guardo en la manga otro regalo para los jóvenes, pero mejor no hablar, para que la impaciencia no los carcoma.
—A mí puede decirme cualquier cosa.
—Bueno, se lo digo: ya me dieron cinco o seis premios. Si continúan con este ritmo ¿usted cree que voy a sobrevivir? Desde ya le participo que no. ¿Usted sabe cómo le sacan la frisa al premiado? Creo que no me quedan fuerzas para aguantar otro premio.
Publicado en La Nación el 7 de enero de 1997.

¿Hay un futuro para el libro?

Umberto Eco

Estoy obsesionado, desde hace algunos años, con una pregunta que aparece recurrentemente en cada entrevista, en cada encuentro, en cada invitación para asistir a alguna manifestación cultural: "¿Qué piensa de la muerte del libro?". La verdad, no puedo más. Sin embargo, ya que comienzo a tener ideas acerca de mi propia muerte, me doy cuenta de que esta pregunta, puesto que regresa con tanta insistencia, evidentemente manifiesta algunas inquietudes. Responderé entonces una vez más, pero para hacer de esto algo más actual agregaré también el tema de la muerte de las librerías y el de la muerte del autor, después de esto todos nos iremos a casa e intentaremos cambiar de oficio.
Las tres cosas no están necesariamente unidas, porque podría morir el libro pero no la librería. La librería podría reestructurarse, como en parte ya lo está haciendo al vender CD-ROMs y juegos para niños; le puede suceder a la librería lo que le sucedió a la droguería que ya de "drogas" vende muy poco, o a la farmacia, a donde se acude a comprar de todo y sólo se encuentran las medicinas en un rincón.

Segundo, puede morir la librería, pero no el libro. Si se desarrolla la tendencia que se está estableciendo, con las actuales posibilidades de consulta y adquisición por catálogo vía Internet, podríamos llegar a una civilización completamente virtual, en donde cada uno consulta el catálogo, escoge el libro, puede también revisar algunas páginas vía Internet y ya no necesita ir a la librería.

O puede morir el autor, pero no el libro. Gran parte de la facturación que contabilizan hoy las librerías corresponde a libros que no tienen autor. Son recuentos de aforismos, de tonterías sin importancia, de anécdotas; entonces, como ven, se pueden hacer muchísimos libros sin que haya un autor, los cuales, desafortunadamente, a veces son más divertidos que los que uno escribe.
El terror a la muerte del libro ha nacido, en primera instancia con la llegada de la televisión, pero ese tema más bien ya se agotó (la civilización de la televisión destruirá la civilización alfabética: tema agotado), pero será el CD-ROM o directamente Internet la que destruirá al libro. Sobre este argumento ya he hablado y escrito muchas veces, a continuación resumiré sólo a grosso modo cuál es mi posición.

Los libros se dividen en libros de consulta y libros de lectura, es probable que la mayor parte de los libros de consulta terminen grabados en disquete, éste será un gran avance de la cultura porque muchas personas no pueden permitirse la enciclopedia Treccani, no sólo por su precio en sí, sino también por el precio del muro que pueda alojarla. Yo copié en mi computadora dos o tres enciclopedias y diccionarios; sin embargo me doy cuenta de que si estoy en casa me levanto y saco la Barzantina en lugar de encender la computadora y buscar la información en el disco.
De ahí que esta completa transformación de los libros en discos podrá ser válida para ciertos tipos de obras extremadamente voluminosas, pero estoy seguro de que no terminará triunfando sobre otras que se pueden manejar fácilmente. De todas formas, no morirá el libro de lectura; porque leer la Divina Comedia en pantalla de una computadora es extremadamente cansado e imprimirla haría morir a cualquiera. Sostengo desde hace tiempo, que el libro pertenece a aquella generación de instrumentos que, una vez inventados, ya no se pueden mejorar. Pertenecen a estos instrumentos la tijera, el martillo, la cuchara y la bicicleta; ningún diseñador danés, por mucho que busque mejorar la forma de la cuchara, logrará hacerla diferente de como se hacía dos mil años atrás. El libro es, entonces, la forma más manejable, más cómoda para transportar la información. Se puede leer en la cama, se puede leer en el baño, incluso en el baño de burbujas...

Es verdad que se está experimentando con una nueva clase de papel, aparentemente igual al común, sólo que en el interior, en lugar de las fibras del antiguo papel, tiene transistores. Así, idealmente, no sólo se podría colocar por la mañana una hoja en una maquinita para obtener impreso el periódico, sino que también se podría tener un volumen en forma de libro en el que sería posible insertar un microcasete del grueso de una uña, que contuviera La guerra y la paz y, de repente, las páginas se convertirían en La guerra y la paz, se podrían hacer anotaciones, subrayados y luego salvar todo en un casete, para después quitarlo y poner Pinocho y así sucesivamente. Bueno, aun cuando llegásemos a esto, tendríamos siempre algo que ver con los libros. Así como hubo un paso del pergamino al papel y del papel de fibras prensadas al papel de madera, existirá el paso del papel de madera a esta forma de soporte electrónico pero no por ello un libro dejará de ser un libro.

Pasemos al segundo capítulo: muerte de las librerías. Recientemente en la Plaza de la Sorbona desapareció una librería especializada en literatura francesa muy importante. En Rue Saint-Sulpice, de dos librerías de viejo, una, inesperadamente se convirtió en una boutique. También en París, se habla de la desaparición de la librería Le Divan, en donde se establecerá otro sastre. Toda persona culta ve con gran tristeza desaparecer aquellos lugares sacros que eran las librerías.
Con todo esto, fui el otro día al nuevo Ricordi Mediastore en Le Galleria, en Milán. Tenía que regalar una flauta dulce de prestigio, una Mocck de ébano, y me acordé, justo cuando estaba dos secciones más adelante, que solía comprar flautas dulces en Ricordi. Llegué al sector de instrumentos musicales, pregunté si tenían una Mocck y se rieron. "Ya no tenemos estas cosas". Dije: "Pero antes las tenían...". "Señor, mire alrededor, mire quién está allí. Nosotros estamos, pero el tipo de comprador que entra aquí ha modificado también nuestro mercado. Ya no se puede encontrar una flauta dulce de prestigio, en Milán".
Estaba muy triste, dejé la sección de instrumentos y me puse a pasear por los tres pisos del Ricordi Mediastore, en donde no sólo venden los CDs o música para guitarra. También hay libros, había una gran cantidad de jóvenes, vestidos como paninari que tal vez habían ido para buscar un disco y que estaban o comprando u hojeando un libro. Y todos nosotros sabemos, aun cuando esto puede no agradarle al vendedor de libros, que muchos de nosotros nos hicimos de una cultura no comprando libros, sino mirándolos, hojeándolos furtivamente en la librería. Sólo para darnos cuenta de que existían otros autores y muchos tipos de libros. Hace poco en algunas grandes librerías americanas encontré varias obras no muy recientes de filosofía y de que cuanto más grande era la librería, más anaqueles de libros de alto nivel científico se habían agregado, yo estoy particularmente aterrorizado por el nacimiento de esos libreros tipo rascacielos.
Por otro lado, como sabemos, existe el riesgo de que se vendan —salvo loables excepciones—, sólo las cosas impresas en el último tradicional, que maneja un catálogo.
Sin embargo, otro fenómeno que está naciendo y que está ganando terreno es el del nacimiento de la librería especializada. En Milán, en la calle Broletto, hay una librería que vende sólo libros de navegación y de yatching, las Feltrinelli International venden sólo libros extranjeros, en la Trombolini de Roma se puede encontrar toda la filosofía y toda la historia medieval, en la San Paolo se encuentra toda la teología y hay también muchas librerías esotéricas, exclusivamente dedicadas a un solo tema.

Yo creo que se está creando una situación en la que por un lado existirán las grandes librerías generales, pero por otro deberán sobrevivir y ser instituidas continuamente librerías especializadas, que además de todo tuviesen una clientela segura, conocida, controlada. Es más, yo lanzaría la propuesta de una ley que conceda descuentos fiscales a quien compre en una librería especializada.

Otra cosa que podría amenazar a la librería es la adquisición de libros por vía Internet. Sostengo que el fenómeno no interesa a Italia. La adquisición de libros vía Internet se puede hacer sólo en un país en el cual uno ordena el libro a las nueve de la mañana del lunes y a las nueve del martes el correo ya se lo ha hecho llegar, con la situación del correo italiano las librerías no deben temer el uso de Internet y sí, en cambio, poner entre paréntesis este fenómeno. Por el contrario, las librerías podrán incurrir —dadas las dimensiones que están adquiriendo y la cada vez más grande cantidad de libros publicados— en el mismo fenómeno en el que incurre Internet, en donde el exceso de información es tal que mata a la propia información: cuando yo encuentro de un mismo tema diez mil sitios, ya no sé cuál escoger.

En cambio la librería tiene de bueno que si encuentro diez mil libros, puedo tocarlos, puedo olerlos, caminar entre ellos. Hemos resuelto, entonces, por un lado, el problema de la muerte del libro y, por el otro, el de la muerte de la librería. Más importante es la muerte del autor, en la cual quiero detenerme porque, indirectamente, le toca también a la librería. La muerte del autor, en las teorías de las que les hablaré, no contempla sólo el hecho de que en el futuro habrá libros no escritos por un autor, sino que su muerte, la pluralización de los autores, destruirá el concepto mismo del libro. Es decir, los teóricos que defienden esta tendencia parten del siguiente principio: en tanto que un libro presupone una lectura lineal, de principio a fin, entonces, de alguna forma —aunque la idea parece de la década de los 60—, ese libro es, hasta cierto punto, represivo. La nueva hipótesis del hipertexto afirma que es posible unir instantáneamente partes diversas de un mismo texto, a nuestra elección; cosa que es aplicable cuando se trata de obras de consulta, pero que podría no ser así con los que he llamado libros de lectura.
Para decirlo en palabras sencillas, la lectura de un libro, por ejemplo una novela, puesta en un disco con estructura hipertextual, puede volverse una lectura personal, cada una diferente de la anterior.

Ahora bien, nadie ha pretendido nunca que una enciclopedia se lea en un modo lineal (sólo los locos leen en una noche la enciclopedia de la primera a la última página) y el hipertexto, como ya hemos visto, nos permite leerla mejor que en la forma en la que solemos leerla, saltando de la B a la S o de la S a la G según lo que necesitamos consultar. Por el contrario, el libro de lectura, por ejemplo la novela, justo cuando pretende que en la página doscientos nos acordemos de algo que se había dicho en la página veinte, pretende poner en juego nuestra memoria, nuestra capacidad de recorrer el espacio imaginario que nos hemos creado poco a poco durante la lectura. En este sentido, cada gran obra literaria está ya, de Homero en adelante, estructurada hipertextualmente, dado que todos sus aspectos se conectan a un aspecto anterior o a uno sucesivo, pero la grandeza del juego está en saberlo resolver usando la memoria y la imaginación, no dejándolo continuar automáticamente por medio de una máquina, a través de una pantalla. Una novela aprovecha continuamente aquellos artificios que en el cine se llaman flash-back o flash-forward; a veces reclama todo lo que se ha dicho anteriormente, a veces anuncia tal vez en modo vago lo que debería suceder en las que siguen, pero lo que una novela pretende es que yo no regrese materialmente hacia atrás o vaya materialmente hacia adelante; quiere justamente crear en esta forma un halo de ambigüedad, una pregunta, una expectativa. Imagínese, si con el anuncio de la desventura de un personaje, el lector saltase materialmente al final del libro para saber qué cosa sucederá ahí. Estaríamos ante un típico lector tonto de novelas policiacas, que va rápidamente al final a leer el nombre del asesino, quitándose así el placer de la lectura. Se perdería el efecto de suspenso, la tensión de la espera; es como si cada vez que en la obra de Wagner aparece un leitmotiv, una máquina eléctrica me hiciera escuchar todas las piezas en las que ese mismo motivo aparece, mientras que, por el contrario, lo que Wagner quería era que, individualizando los leitmotiv en un punto específico, el que escucha se acordase que ya lo había escuchado antes e idealmente volviese a relacionar aquellos momentos.
Sin embargo, los teóricos de la desaparición del autor dicen que una historia que se ha metido en un disquete hipertextual o en línea, permite al lector cambiar también el final o someter al personaje a nuevas experiencias o permite a diferentes lectores, como en una competencia, su intervención directa para demostrar quién sabe desarrollar la historia de forma más interesante. Recientemente John Updike, me parece, estuvo involucrado en un experimento de este tipo. Como podemos ver, este nuevo deporte es ya más común de lo que se cree, lo que quiero hacer notar con esto es que no se sustituye la literatura como la conocemos desde hace algunos miles de años, sino que se ha inventado simplemente un nuevo género literario, que equivale a lo que en la música es la sesión jam de jazz.

¿Qué sucede en una sesión jam? A partir de un tema los músicos inventan y cada noche la solución es diferente; si no se mantiene la grabación, cada sesión jam será diferente de la anterior y podrían incluso alternar o sustituir a los músicos y esa experiencia musical continuaría en modo colectivo.
Pero la existencia de la sesión jam no ha cerrado de hecho las salas de concierto o inhibido la producción de música de partitura. Simplemente, se agregó un nuevo género.
¿Por qué interesa esto a quien vende libros? Porque es en este punto y por esta diferencia que se juega el futuro del libro y de quien los vende, situación que veo con algo de optimismo. Si ustedes leen con pasión La guerra y la paz, se preguntan si Natasha cederá de verdad a los engatusamientos de Anatoli, o si permanecerá fiel al príncipe Andrej, si este maravilloso hombre morirá de verdad (aunque ustedes no quieran) y si Pierre Bezuchov disparará o no a Napoleón. Y por supuesto podrían imaginarse soluciones diferentes, como que Pierre mata a Napoleón, se casa con Anatoli, cambia de sexo, etcétera. Al final, lo que Tolstoi hace es decirles que, por el contrario, las cosas han avanzado en esa forma y que ustedes no pueden hacer nada al respecto. Con La guerra y la paz hipertextual, en cada desenlace de la historia ustedes podrían modificar el destino de los personajes escapando así a dos condiciones que muchos juzgan represivas; no se encontrarían frente a una novela ya hecha y no estarían condenados a la división social entre los que escriben y los que leen. Pero así como la sesión jam no volvió obsoletos otros géneros de música aún regulados por una partitura, esta actividad creativa, nueva, no tendría nada que hacer con los cuentos ya escritos que además las librerías continuarán vendiendo, por una razón muy importante. Estoy pensando en la descripción que Víctor Hugo hace de la batalla de Waterloo, en Los miserables. A diferencia de Stendhal, que en La Cartuja de Parma describe la batalla con los ojos de uno que está dentro y no entiende qué es lo que está por pasar, Hugo la describe con los ojos de Dios, desde lo alto, y sabe que si Napoleón hubiera estado al tanto de que además de la cresta del altiplano de Mont Saint-Jean había un peñasco (lo cual el guía no le había dicho), los coraceros de Millot no habrían perdido a los pies del ejército inglés; sabe que si el pastor que era el guía de Büllow hubiera sugerido un recorrido distinto, la armada prusiana no habría llegado a tiempo para decidir la suerte de la batalla de Waterloo, llevando a Büllow por un recorrido diferente o dando una información más a Napoleón. Pero la trágica grandeza de aquellas páginas de Hugo está en el hecho de que, más allá de nuestros deseos, una vez más y, por el contrario, las cosas suceden como suceden. La belleza de La guerra y la paz es que la agonía del príncipe Andrej concluye con su muerte, por más que nos disguste. La dolorosa maravilla que nos procura cada vez que releemos a los grandes trágicos es que sus héroes, que habrían podido escapar a un hecho atroz, por debilidad o ceguera no entienden aquello con lo que se van a encontrar y caen en el abismo que ellos han cavado con sus propias manos. Y, por otra parte, el mismo Hugo lo dice, luego de habernos mostrado qué otras oportunidades habría podido aprovechar Napoleón en Waterloo, pregunta: "¿Es posible que Napoleón ganara esa batalla?". No, a causa de Dios. Como dice Gide, Hugo es el más grande escritor francés, ¡ay de mí!
Pero la verdad es que lo que nos dicen todas las grandes historias —incluso cuando sustituyen con Dios a la casualidad, a las leyes inexorables de la vida—, es decir, la función de estos textos inmodificables, es justamente ésta: contra cada deseo nuestro de cambiar el destino, se nos hace palpar la imposibilidad de cambiarlo, y por ello son educativos y morales. Y así, al contar cualquier hecho, cuentan también nuestra historia, y es por esto que continuamos leyéndolos y amándolos y necesitando de esa su severa lección represiva.
La narrativa hipertextual en la que termina la figura misma del autor puede educar a la libertad, a la creatividad y, espero, esperamos todos, que se practique en las escuelas, en lugar de los aburridísimos temas de una bonita mañana primaveral. Pero eso no es todo. Los cuentos ya hechos, en los que no podemos intervenir, nos enseñan también a morir, o a vivir, y ésta es la función que se ha desarrollado con el curso de los siglos y a la que ninguna revolución hipertextual podrá modificar, y éste es el tipo de libro que las librerías continuarán vendiendo.
Paninari: grupo de jóvenes que frecuentan las paninotecas (lugares como pizzerías en donde se venden paninos). Está usado con significado bastante negativo, ya que se refiere al nivel socioeconómico medio bajo y por lo mismo a la jerga juvenil que utilizan

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