martes, 4 de diciembre de 2007

Sinfonía número nueve


El concertino marca un re menor y la orquesta afina.
Un aplauso in crescendo desciende de la galería como cascada
para dar la bienvenida a los solistas, que debutan escoltados
por el director huésped que agradece y convoca
moviendo la batuta con la maestría de dos décadas de ensayo.

Todo a punto.
El auditorio prueba un silencio nuevo.
Los maestros aprestan el instrumento y observan la batuta.

Inicia el primer movimiento: ritmos binarios y ternarios
conduciendo las emociones del pianíssimo al forte
y el escenario brilla con la sutileza de los oboes y los clarinetes.
Danzan el adagio y el andante con los fagots y las trompetas
mientras las cuerdas en el proscenio se apropian
del alma de los oyentes.

Estalla el infierno en llamas al segundo movimiento.
La voz de los ángeles vuelve coral la melodía
mientras llora el sordo en el cielo de los genios
y sus lágrimas inundan el Palacio de las Bellas Artes
rindiendo homenaje a su admirado Shiller
que llena de paz con su oda el corazón del mundo entero.

La sinfonía avanza y se eleva sobre sí misma, mientas el coro
llega a niveles sublimes.
Recapitulan los chelos y la doble fuga
ofrece el contrapunto que presagia el más grande de los finales.

Los ateos se convierten y estalla la alegría mientras
Dios sonríe y sienta a Ludwig a su diestra.

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