lunes, 23 de marzo de 2009

La última profecía de la cuenta larga (Fragmento de novela)


X.
La leyenda de los hermanos de ojos azules, creció hasta alcanzar niveles insostenibles para los planes de colonización de los españoles. Cortés y Montejo sabían que se trataba de los mestizos, los hijos de Guerrero, pero los mayas estaban convencidos de que eran los dioses Itzamná y Kinich Ahau, que habían bajado a la tierra para salvar a su raza de los hombres blancos llegados del otro lado de la mar océano.
Hernán Cortés, conversaba en las noches con su intérprete, Malintzin, una india de la región de Coatzacoalcos. Mujer muy bella que dominaba la lengua maya y el náhuatl de los aztecas. Aprendió el castellano con gran facilidad y se convirtió en trujamán y consejera de Cortés sobre los asuntos indios. El conquistador la requería, cada vez con mayor frecuencia a su lado. Malintzin, era muy diferente a las mujeres de su tierra. No pedía, no exigía nada. Estaba siempre dispuesta a dar todo lo que él requiriera. Respondía también a los apremios lúbricos del capitán general.
Cortés, sentado en el piso de tierra del huerto de su casa de Coyoacán, que compartía con la india, dejaba a su mente volar para recordar los acontecimientos que habían cambiado su vida, y que lo tenían allí, en las indias, batallando, no sólo con hombres, sino también con fantasmas. En una expedición a la zona de Yucatán, encontró a algunos españoles viviendo entre los indios. Integró a su ejército a Jerónimo de Aguilar, refuerzo estratégico de gran utilidad por su conocimientos de la lengua del Mayab, y su entender de la cultura, la religión y la forma de pensar de los indios. Otro español, Gonzalo Guerrero, se negó a integrarse al ejército de la conquista, y ahora, según Montejo, enseñaba a sus hijos y a los guerreros mayas a combatir al ejército de Castilla. Después de pelear tres meses en Yucatán, enfilaron sus once naves con once mil soldados hacia el puerto de Tabasco, en donde derrotaron a los indios sin dificultad. Admitió Cortés la paz que le brindaron los caciques. Se convirtieron en vasallos del emperador Carlos V, y le ofrecieron valiosos regalos: mantas, alimentos, collares de oro, y veinte indias para su servicio. Entre ellas, Malintzin, a la que bautizó con el nombre castellano de Marina. De entre los problemas que afrontaba la conquista, el que más le preocupaba era la leyenda de los indios mayas de ojos azules. La conquista de Yucatán le traía muchos problemas por lo áspero y boscoso de su tierra, y la denodada resistencia del ejército maya, apoyado por los hijos de Guerrero.
Malintzin miró a su amo, preocupado y deprimido. Ante sus ojos era enorme, un hombre recio, pero tierno con ella. Lucía el cabello y la barba sin afeitar por meses: gustaba de comer con abundancia. Malintzin lo observaba en silencio cuando jugaba a los dados con los otros generales, o cuando por las noches dedicaba horas enteras a rezar a su Dios único con fervor.
Cuando el amo le contó sobre las preocupaciones de Montejo, allá en la tierra del Mayab, acerca de dos indios de facciones mayas y ojos azules, se sorprendió con su respuesta.
—Sé quienes son.
La miró a los ojos. Cada día le daba una sorpresa nueva esa mujer.
—¿Y qué esperáis para decirlo?
—Esos hombres que os quitan el sueño, no son otros que Hunahpú e Ixbalanqué.
—¡Voto a Belcebú!, doña Marina, ¿quién rayos son esos tipos?
—Sentaos con calma, que os relataré una vieja historia maya que aprendí desde niña.

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