viernes, 30 de noviembre de 2007

Juan Salvador Borrego




Juan Salvador Borrego vio la luz de los albores de la década de los apacibles años treinta en una microclínica, de una pequeña ciudad, en un Estado de la República de cuyo nombre no quiero acordarme. Su padre, don Juan Borrego, jubilado de una dependencia poco substancial, de una dirección burocrática colgada de una Secretaría de Estado, cuyo nombre tampoco quiero recordar; su madre Zoila Ene de Borrego, burócrata de la misma dependencia que el marido hasta el día de su boda, en el que se transmutó en ama de casa y madre de ocho borreguitos.

Juan Salvador vivió su primera infancia en el departamento 844 del edificio XLZZ sección XIX, de la unidad siete, del conjunto habitacional Fidel Velázquez. Pronto se enteró de que los verdaderos valores del ser humano residían en el apoyo que los ciudadanos reciben del gobierno, y en las normas de disciplina oficial que regían a la familia. El clan Borrego, sobrevivía del exiguo salario que el pater familia recibía del erario, y se nivelaba con la participación en rifas y tandas, que organizaba en diversas dependencias.

Vacacionaban una vez al año en los balnearios a los que tenían acceso a través del gobierno. Se atendían en las clínicas oficiales y su principal diversión la constituía el aparato de televisión, eje de reunión familiar.

Juan Salvador realizó sus estudios en la primaria pública 2649, y los de secundaria en la 218. Abrevó de los libros de texto gratuitos y de los maestros normalistas quienes pusieron en su mente los preceptos fundamentales de la vida oficial, ordenada, llena de equilibrio gubernativo.

Terminando los estudios secundarios consiguió, con el apoyo de su papá, una plaza en la misma dependencia en la que él trabajaba y, se integró de lleno a la vida burocrática que le garantizaba la seguridad por el resto de su vida. En esa época empezó a esculpir su idiosincrasia. Entendió que los caminos ya estaban trazados, y que era muy riesgoso salirse. La vida estaba diseñada desde muchos años antes, y él no era nadie para intentar modificarla. Sus padres le habían educado con una religión, y como dogma de fe era incuestionable. Pertenecía por principio al partido político oficial del gobierno, y eso era también dogmático. No se perdía un solo programa de televisión del Canal dos, y eso lo mantenía informado, y divertido.

El gobierno le proporcionaba salud, vivienda, educación, diversión. ¿Para qué desear más? Bailando por un sueño, el líder de su sindicato, las telenovelas y los pasquines semanales, le aportaban los esquemas sobrados en el ámbito cultural e intelectual.

Los pensamientos estaban dados. Todo lo que había que hacer era seguirlos con prudencia, con disciplina, con consistencia. La vida era tan sencilla que no había porqué complicarse. Sus sentimientos operaban igual que su ideología. No tenían altibajos. Quería a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, de una manera estable, sin pasión, con excepción única de su madre sacrosanta a la que amaba con una intensidad poco propia de su natural inclinación a lo medianito.

Tenía, por supuesto, sus aficiones y sus hobbies. Veía regularmente el fútbol y el box por televisión. Su equipo y su boxeador favoritos, eran siempre los más populares. Los que eran preferidos de todos. Así no había pierde. Gozaba moderadamente de las victorias, y cuando perdían expresaba su frase favorita: ¡ni modo! Le gustaba también la música ranchera, las películas de Pedro Infante, de Tin Tan, y de Joaquín Pardavé. Tomaba los tragos con moderación, y fumaba cuatro cigarrillos al día.

Siempre tuvo claro quienes eran los naturales enemigos de su paz. Todos en la oficina lo decían. Los malos eran los comunistas, encabezados por el maléfico barbón cubano. Los partidos de oposición. El Guadalajara, que vencía con cierta regularidad al equipo de su pueblo. Los intelectuales, que se atrevían a profanar la calma espiritual con ideas exóticas. Los libros, y los extranjeros que alteraban su patriotismo xenofóbico. Los empresarios, que explotaban a los obreros para dilapidar sus fortunas en Europa o Estados Unidos.

Juan Salvador Borrego, consideraba un desperdicio de tiempo la ciencia, el arte, la filosofía. ¿Por qué se complicarían tanto la vida algunas personas?
Ahorraba dinero a través de múltiples tandas y rifas que organizaban en la oficina y encontró el equilibrio perfecto. Jamás gasto más de lo que ganaba. Nunca viajó fuera del país. Despreció todo lo que no comprendía. Pobres empresarios dedicados a cuidar su dinero, no tienen tranquilidad.


Jamás se dio permiso de soñar; eso era perder el tiempo. Jamás se portó ni muy bien ni muy mal.

Nunca tomó algo demasiado frío o demasiado caliente. Idolatró a los artistas, a los políticos, no fue ni bueno ni malo; no fue ni alto no chaparro: vivió siempre de los esquemas que otros diseñaron para él.

Murió tranquilamente como vivió. Diez personas lo acompañaron en el velatorio número 4562 del ISSSTE. Al otro día todos lo olvidaron.

Adiós Juan Salvador. Te dedico estas líneas como un postrer recuerdo a tu número de afiliación.




2 comentarios:

Anónimo dijo...

Simplemente excelente escrito ajajajaj refleja demasiado bien en estilo de vida de una persona promedio burocratica o no

Álvaro Ancona dijo...

Anna:

Bienvenida siempre.