viernes, 21 de noviembre de 2008

La página en blanco



En literatura no hay nada escrito


La niña, su niña consentida, dejó el cuaderno abierto con dos páginas en blanco, sin letras, ni números, nada, papel sin mácula. Qué desafiantes se veían, querían decir algo —esa impresión le daba— pero por timidez, o pánico escénico, no se atrevían. Decidió dejar el cuaderno escolar donde y, como estaba.
Al regresar del trabajo lo encontró igual. Ni siquiera el viento había movido las hojas. Seguían tan inmaculadas como las dejó en la mañana. Sintió el impulso primitivo de cerrarlo y olvidar todo, pero se acobardó. Por alguna razón, la pequeña Laura, su unigénita, lo había dejado en esa posición. Después de preparar la cena de soltero —un guisado precocido que sólo había que poner el micro por tres minutos— se sentó a ver la televisión. Navegó con mano firme en el control remoto, por los noticieros, las telenovelas, las series gringas, los programas culturales, pero su mente estaba en otro sitio. Las páginas en blanco estaban tatuadas en sus pupilas, no podía dejar de mirarlas ni un segundo. A través de ellas —como si fueran de cristal— veía las tétricas noticias del día, o las obsolescencias del mundo del espectáculo. Durmió ocho horas seguidas, pero el necio subconsciente atiborró sus sueños con el maldito cuaderno abierto. Soñó con las páginas en blanco. Se convirtieron en palomas, en albatros incansables, en testamento, en bofetadas, en autobiografía. Al despertar corrió a verlas: ahí estaban, seguían desafiándolo, ¡qué estupidez! Bastaría con cerrar el cuaderno, botarlo a la basura, quemarlo en la estufa para eliminar el suplicio, pero era imposible. Laurita lo había dejado en esa posición, en ese lugar. No podía tocarlo sin preguntarle primero la razón. Llamó a su colegio, acabaría de una vez por todas con la angustia. Tuvieron que sacar a la escolapia de su clase de literatura española. López-Ávila aseguró que era una emergencia. ¿Qué pasó, papá? Hija querida, dejaste un cuaderno en el comedor, ¿no te hace falta? ¿Para eso me sacaste de clase? Es un cuaderno viejo —como tú, pensó—, tíralo a la basura, no tiene nada importante. Sintiéndose un verdadero estúpido, se acercó para cumplir la orden de su hija, que desde la muerte de su madre lo trataba con la frialdad de un témpano. Parecía culparlo por el accidente, aunque los peritajes acusaron una falla en el sistema hidráulico de frenos. Ser padre sin madre era un quehacer que superaba sus capacidades, tanto intelectuales como emocionales. Una hija adolescente y un padre desorientado eran una combinación perdedora. Su esposa dijo adiós exactamente el día en que Laurita se convirtió en mujer. Una paradoja indescifrable para el arquetipo del marido inútil; proveedor material, consentidor dominguero. Era tan injusto el odio que Laurita inventó el día del velorio. Si a alguien quería echarle la culpa de su desamparo, podría haber elegido a otra persona. López-Ávila tenía más de treinta años de experiencia al volante, y jamás antes había tenido el menor accidente. El primer año intentó comprender a la niña, ser maduro y dejarse culpar por un tiempo. Pero Laura no volvió a sonreírle, menos a darle un beso o permitir cualquier demostración física de afecto. Ni la intervención de los dos pares de abuelos, ni de la consejera del colegio, ni de un psiquiatra, lograron expulsar de la cabeza terca de la hija, la idea de que su padre era culpable. Sus intentos de establecer contacto se estrellaron durante seis meses con la muralla de cristal y acero que su hija edificó entre los dos. Se arrepintió cada día de haber depositado en las manos de la madre la educación de Laura. ¡Las niñas son responsabilidad de la mamá!, se decía justificando su temor. Y es que la niña, desde que cumplió dos años, le producía una especie de miedo. Lo miraba a los ojos, traspasándolo, como si fuera transparente y ella estuviera observando algún objeto detrás de él, o en medio. Una noche se durmió con la idea de que su niña podía ver el alma, tenía la capacidad de saber sus pensamientos. A partir de los cinco años, las Lauras, madre e hija, construyeron una cofradía femenina que lo excluía. No podía verla sin ropa, se apenaban ambos; tampoco tenía acceso a la intimidad, asunto de mujeres. La complicidad se tornó insoportable, urgía otro hijo, de preferencia un varón para hacer equipo, pero nunca llegó. López Ávila era buen padre y esposo. Trabajaba muchas horas y la situación económica de la familia era solvente. Vivían en una casa grande, con jardín; tenían automóviles último modelo y Laurita asistía a uno de los mejores colegios particulares. Sus problemas fueron siempre los naturales de cualquier matrimonio. Él solía beber una par de copas antes de cenar, fumar un habano en la terraza, y saborear un buen filete; ella se volvió abstemia desde que se casaron, detestaba el humo del puro —dejas la casa apestando por tres días— y súbitamente se volvió vegetariana. Por supuesto, Laurita se adhirió incondicionalmente a las costumbres de su madre. Criticaban al pobre de López-Ávila cada que se servía una copa, encendía su Montecristo, o pedía un New York cut en algún restaurante. Laura le endilgaba largas peroratas sobre el alcoholismo, la contaminación ambiental, el cáncer de pulmón, el enfisema pulmonar, y las consecuencias de comer cadáveres. Laurita aprobaba con gestos adolescentes las teorías ambientales de su guía espiritual, y obsequiaba al degenerado de su padre miradas asesinas que lo encabronaban, pero, qué podía hacer ante la mayoría relativa de su propia cámara legislativa. Laurita después de los catorce años se convirtió en una inquisidora profesional: tosía teatralmente cuando López-Ávila encendía un puro, y lo miraba como si fuera un asesino confeso cuando bebía una copa de vino.

Cuando se enteró de que su madre había fallecido como consecuencia de un accidente automovilístico, al regresar de una fiesta, se constituyó en fiscal, juez y jurado, y lo declaró culpable sin darle el derecho a defenderse. Desde ese día la casa se convirtió en una sucursal del infierno. Laura no pasaba de darle los buenos días. Un internado fue la salida para ambos. Lo visitaba una o dos meses al mes, sostenían conversaciones diplomáticas y regresaba a su escuela.

El tormento de las hojas en blanco se incrementaba cada hora. Cuando regresaba a la solitaria casa, le daban la bienvenida, lo acusaban, le reclamaban algo. Hacía volar sus pensamientos por caminos desconocidos. Tienen que significar algo, Laurita heredó la manía compulsiva de su madre por el orden. Sus cajones, su closet, sus libros y cuadernos, todo está en su lugar, por colores, por autores, nada queda fuera de sitio. No pudo haber olvidado ese cuaderno, lo dejó con alguna intención. ¿Querrá que escriba algo, quizá una confesión, un reconocimiento de mi crimen? ¿Seré culpable?

Al despertar tomó una decisión. Escribiría algo en esas perversas hojas que lo atormentaban, algo importante, brillante, dedicado a su querida hija. Pero… qué; no sabía escribir; se relacionó mal con las palabras y las letras desde la escuela primaria. Por algo eligió una profesión alejada de la escritura. Recordaba con horror las clases de gramática y letras. Para él, la sintaxis, la ortografía, los verbos y sustantivos eran palabras obscenas. Podía redactar sin dificultad un contrato, o una carta de negocios, pero jamás había escrito algo que no tuviera un fin práctico. Consideraba a la poesía ejercicio de mujeres cursis, y sólo leía textos relacionados con su trabajo de contador público. Los libros que le acompañaban desde siempre, eran los códigos, las reformas fiscales, los de contabilidad y eficiencia. Leer a los llamados clásicos en la secundaria —Cervantes, Alighieri, Bocaccio, Shakespeare— fue una píldora demasiado grande para su garganta. Cuando sacaba seis en las materias relacionadas con la letra, festejaba como si hubiera obtenido una mención honorífica.

Pero las páginas en blanco lo desafiaban, el más formidable reto que en su vida había afrontado. ¿Creen las estúpidas que me van a derrotar? Primero muerto. Después de todo no se trataba más que de llenar esos pedazos de papel en blanco con letras, con palabras, con frases. Pero tenían que ser palabras y frases inteligentes, sublimes, que penetraran en el corazón de Laura, y la convencieran de que su padre no era el villano del cuento.

En la más grande librería de la ciudad se asesoró de un experto y le planteó su problema. Tenía que escribir algo muy importante, pero no sabía cómo. Salió del almacén cargado con tres cajas de cartón llenas de libros. Textos sobre el arte de escribir, gramática, diccionarios, enciclopedias, libros de retórica y de crítica literaria, y las obras cumbres del momento. El vendedor le sugirió dividir su lectura entre, clásicos y contemporáneos ganadores de los más importantes premios literarios de los últimos años. Cambió sus hábitos de vida. Canceló citas, juegos de dominó, cine y teatro, y se encerró a leer, a tomar apuntes, a prepararse para llenar esos perversos papeles y reconquistar a su hija. Primero solicitó las vacaciones que le debían en la empresa, treinta días acumulados. Leyó quince horas diarias durante un mes, dejó de contestar el teléfono, de ver televisión y escuchar música. Sólo leía y tomaba apuntes, subrayaba y volvía a leer. Cuando hubo de regresar a su empleo, empezó a leer por las noches, en el trabajo, cuando iba al baño. No hacía otra cosa. Tuvo que resistir la presión de sus jefes, su productividad bajó al piso. Cuando no estaba leyendo o tomando apuntes, pensaba en el texto, cómo lo iniciaría, tenía que atrapar la atención de Laura desde la primera palabra. Ella estudiaba el segundo año de preparatoria, y heredó de la madre la vocación por la letra, la ortografía a prueba de errores, y una caligrafía de piquitos, resultado de la educación marista. En sólo dos páginas tenía que demostrarle quién era su padre, decirle todo lo que no se había atrevido jamás, justificar la muerte de su mamá, y expresar un angustiado amor que no encontraba la manera de lucir. Serían las dos cuartillas mejor escritas en la historia de la literatura, las únicas quizá que escribiría antes de morir, pero excelsas, profundas, inolvidables.

En sólo seis meses aprendió las reglas universales de la letra. A manejar el gesto, la entonación, a no repetir vocablos —en dos cuartillas sería absurdo utilizar una misma palabra dos veces—; escribir con naturalidad, sin vestirse de etiqueta, ni usando palabras de moda; a desechar como basura inorgánica los lugares comunes y las palabras gastadas. Abrevó de la fuente generosa de los grandes autores. Tendría que tener mucho cuidado con los adjetivos, conducto seguro al abismo de la cursilería. Aprendió también a utilizar el vocablo exacto, preciso, evitar las palabras vagas, y los verbos que sirven para todo. Dedicó meses enteros a analizar y comprender la teoría de la recepción. Su escrito tenía un lector modelo totalmente definido. Sería un texto cerrado, con un idiolecto que creía conocer a la perfección, el de su propia familia. Evitaría a como diera lugar la cacofonía y la rima. Lo más difícil era no plagiar a los autores que había leído con tanto cuidado, sustraerse a la fuerza de la prosa leída, a su influencia.

Aprendió además las costumbres, horarios, manías de los grandes autores. Tendría que encontrar el momento y el lugar adecuado para empezar a escribir. Hemingway y Alfonso Reyes escribían de pie; Faulkner necesitaba beber whisky, Cortazar escribía en un café, García Márquez en sitios familiares, Coleridge escribió lo mejor de su obra bajo el efecto del opio. Algunos autores trabajaban doce horas seguidas, poseídos por las musas; otros, como Elliot, sólo por ratos, se agotaba con facilidad. Octavio Paz necesitaba de un sitio tranquilo y aislado, sin teléfono ni distracciones; No había reglas, cada quién escribía a su manera. Tenía que encontrar la suya propia. Fuentes, Borges, Milton, escribían mientras caminaban, en su pensamiento, después simplemente vaciaban en el papel el resultado del proceso creativo. Unos escribían a mano, otros a máquina o computadora. Tuvo que definir —la parte más sofisticada del aprendizaje— quién iba a llenar las malditas páginas en blanco. ¿Sería él mismo, como hablante poético o yo lírico? ¿Primera persona, segunda o tercera? ¿Se tornaría en narrador omnisciente, equisciente o deficiente? ¿Desde qué punto de vista focalizaría el texto?

Dilató medio año en tomar todas las decisiones. El cuaderno abierto seguía en la repisa, las hojas sin mácula, desafiando al tiempo y a los elementos. Laura seguía viniendo a la casa algunos fines de semana, cada vez más aislados entre viajes escolares, fiestas y noches de desvelo antes de los exámenes, y seguía castigando al papá con su indiferencia que cortaba la piel como navaja. Ni Laura, ni López-Ávila, y mucho menos la señora de la limpieza habían cambiado de lugar el cuaderno, ahí seguía protegido solamente —después de dos meses— por un plástico transparente.

Las citas deben cumplirse. Sabía todo lo que tenía que saber, estaba preparado para empezar a escribir. Un sábado decidió que iniciaría al día siguiente, el domingo en la mañana. Decidió no cenar, pensaba mejor con el estómago vacío. Solamente se permitió un par de cubalibres, tampoco saturaría su mente con alcohol.

A las seis de la mañana se puso de pie para exorcizar la angustia del insomnio. Nada ganaba con dar vueltas en la cama. Se bañó con calma, se vistió con el más elegante de sus trajes, tenía que presentarse a su debut de autor vestido como un caballero.

Se sirvió un café bien cargado. Tomó el cuaderno con delicadeza y lo asentó en la mesa del comedor. Sacó su pluma fuente…

9 comentarios:

Anónimo dijo...

y escribió...

***

Hermoso, he disfrutado de la lectura.

Saludos
Lucero

Álvaro Ancona dijo...

Lucero:

puedes pasar a recoger tu tarjeta de cliente frecuente y VIP que te otorga importantes descuentos.

Gracias, amiga, por estar.


Álvaro

Anónimo dijo...

Gracias.

Recibe un abrazo
Lucero

ROCIO dijo...

HOla estoy aqui visitando tu blog, me ha gustado, espero que podamos conocernos a traves de nuestras letras.

Saludos desde España.

Rocío

Álvaro Ancona dijo...

Lucero

Insisto. Ya eres de casa. Abrazos diversos.

Álvaro

Álvaro Ancona dijo...

Rocío:

Bienvenida. Conozco tus letras y me encanta tu visita.

Álvaro

Anónimo dijo...

Alvaro: Pues parece fácil, son tan accesibles tus letras, que siento que no te cuesta nada juntarlas y luego exponerlas (que bueno que no te pasa como al personaje de esta historia).
He de confesar que siento envidia, quisiera poder escribir con tu fluidéz y con la amenidad que tú lo haces. Pero esa es la finalidad que persigo al leer con tanto afán.
Tal vez nunca lo consiga, pero sigo aprendiendo.
Con mi admiración: Daniela

Álvaro Ancona dijo...

Daniela:

bienvenida siempre. VAs a ser un escritora, lo sé. Espero que leas esto.

Anónimo dijo...

Wow...me gustó mucho lo que escribiste, es sencillo y ameno, muy grato de leer...felicidades.