De qué me acuerdo. Son muchos sesenta años para pretender que la memoria, que empieza a convocar intrusos alemanes, recorra seis décadas en reversa. El espejo retrovisor ha crecido, es más grande que el parabrisas. El quemacocos está cerrado. No me interesa más ver las estrellas. ¿Para qué? No le encuentro la cuadratura al círculo del tiempo, lo dejaré rodar. Sin apuntes, sin consultar documento ni libro alguno. Me van a tachar de orate total, pero en mi memoria está el retrato de unos pescaditos de colores atestiguando como me ahogaba. Tenía cuatro años, hablamos de 1951. Una mano de adulto me tomó por el brazo y me liberó de la temprana muerte. Era Acapulco, el muelle. Mi hermano mayor me enseñaba las artes de la pesca con un cordel de plástico enrollado en un tablita. Estaban tan cerca los peces, tan espectaculares en su iridiscencia, que pretendí atraparlos con la mano, era demasiado complicado ponerle la carnada al anzuelo y esperar. El cuate que me salvó, debe tener —en caso de ser longevo— unos ochenta años. ¿Recordará al escuincle baboso que le permitió ser héroe en los tempranos cincuenta?
En la lista de recuerdos la mudanza al departamento dos del edificio Colorines, en la esquina de Nicolás San Juan y Luz Saviñón, en la Colonia del Valle. Emergíamos del proletariado municipal. Eso ya es más claro. La manzana formada por Nicolás san Juan, Luz Saviñón, Sánchez Azcona y Diagonal de San Antonio, simbolizaba la apertura de la clase media del México que irrumpía de las cenizas de la Revolución. Enfrente del edificio había una pulquería, La hija de la Tempestad, y observar a los selectos asistentes desde la ventana de nuestro cuarto, era solaz garantizado. Los hombres entraban y podían sentarse a beber sus curados; las damas —misoginia de mitad del siglo— se conformaban con pegarle al tlalchicotón en un cuadrito de dos por dos metros. Les servían desde una pequeña ventana. A unos pasos estaba la tienda de don Luis, caja de Pandora con sus vitrolas llenas de dulces de colores, su refrigerador de Pepsicola, y un teléfono público que podías utilizar pagando veinte centavos, o treinta si tenían que ir a llamarte. Enfrente estaba otra tienda, más grande y surtida, la de don Filemón; unos pasos después, la carnicería de don Rómulo, y en la esquina de Nicolás san Juan y Diagonal de San Antonio estaba la tienda de don Antonio, que desde esa época vendía licor toda la noche a través de una claraboyita clandestina. No entiendo cómo puedo recordar los nombres, pero están garantizados. Cada negocio, con seguridad tenía su propio apodo, eso no lo dudo. En esos tiempos, la marca era lo menos importante. Mi papá, agente de ventas de un laboratorio de medicinas, estrenó por esos días su primer coche. Estoy seguro de que era un Ford color café. A unas cuadras de la casa estaba el CUM —Centro Universitario México—, pero nosotros fuimos matriculados, primero, en el jardín de niños José María Vigil, y una vez que accedíamos a primaria, en el Nicolás san Juan, a la vuelta.
Escuchábamos cha cha chá en la consola Silverston. Hasta la fecha puedo cantar: El túnel, Los marcianos llegaron ya, y esa de: silencio, que están durmiendo, los nardos y las azucenas… Hasta que un día llegó Jorge Carlos, el mayor de la prole con un disco prestado de Elvis Presley y terminó con la calma familiar. Mi papá, violinista clásico, tuvo que apechugar el desplazamiento de las cuerdas por la estridencia de las guitarras eléctricas. Yo no estaba tan convencido, me gustaban más los boleros de Vicente Garrido o de Lucho Gatica, pero por solidaridad gremial le entré a Little Richard, Ray Charles, Buddy Holly, y Bill Haley and his comets.
Un sábado de enero partimos a Cuernavaca. La empresa ofreció a mi papá cubrir la zona de Morelos y Guerrero. Cambiamos el departamento tres para instalarnos en la esquina de Ajusco y Laurel, en el incipiente fraccionamiento Rancho de Cortés en la ciudad de la eterna primavera. La casa tenía jardín, y a su alrededor estaba la naturaleza casi salvaje. Ríos, montañas, estanques, hierba en lugar de cemento; un jardín para regar; pájaros despertándonos en la madrugada; ¡ah!, y un perro. Era un sospechoso boxer, de enigmático mestizaje. Se llamaba Eldec, nombre de un medicamento.
Un sábado de enero partimos a Cuernavaca. La empresa ofreció a mi papá cubrir la zona de Morelos y Guerrero. Cambiamos el departamento tres para instalarnos en la esquina de Ajusco y Laurel, en el incipiente fraccionamiento Rancho de Cortés en la ciudad de la eterna primavera. La casa tenía jardín, y a su alrededor estaba la naturaleza casi salvaje. Ríos, montañas, estanques, hierba en lugar de cemento; un jardín para regar; pájaros despertándonos en la madrugada; ¡ah!, y un perro. Era un sospechoso boxer, de enigmático mestizaje. Se llamaba Eldec, nombre de un medicamento.
Ingresé al colegio Cristóbal Colón, comandado por la mano de hierro del padre Armando Vargas, que combinaba la formación académica y religiosa, con una pretendida militarización. Asistíamos con un uniforme caqui, de soldado raso: cuartelera, cinturón con hebilla, corbata verde oscuro. Intenté refrendar mis galardones académicos de la primaria, pero fue inútil. En el Nicolás San Juan todos sacábamos dieces, siempre y cuando estuviera la colegiatura pagada a tiempo. La Colón era un poco más gruesa. De inmediato me ubiqué entre los destrampados, irresponsables y sátrapas del salón. El transporte tenía sus complicaciones, pero también su encanto. Había que caminar hasta Buenavista —unas seis cuadras pero en puritita bajada— y ahí, abordar un camión que me dejaba a dos del colegio ubicado en la calle de Zalazar, a espaldas del Palacio de Cortés. La vecindad de Rancho de Cortés proveyó a mis primeros dos amigos cuernavaquenses: Chava Camino y Manuel Obregón. Chava era un güerito de ojos verdes, que vivía a media cuadra y tenía una yegua, Lucero, con la que debuté como jinete con exiguo éxito; Manuel vivía en la calle de Tanque, como a seis cuadras, y su familia era estúpidamente rica.
El personal del colegio era prueba irrefutable de la apertura democrática; había, desde gringos que sacaban diez en inglés, hasta representantes de los diferentes grupos étnicos, procedentes de los poblados cercanos. Los recuerdos se diluyen, son muchos años, más de cuarenta y cinco.
El rocanrol tlahuica estaba en su apogeo. Elvis fue sustituido en mis preferencias adolescentes por los covers; ¡ufff¡, en esta sección si me sé todos: Angélica María, los Tenn Tops con Enrique Guzmán como cantante; los Locos del Ritmo, los Crasy Boys del Bibi Hernández, los Black jeans, de Cesar Costa, los Boppers, Manolo Muñoz, Jullisa, María Eugenia Rubio, Maité Gaos, Alberto Vázquez. Podría recordar canciones por cuatro o cinco páginas.
Aprendimos a bailar rock: vueltas y vueltas, sudores, fiestas en casas o en los salones del lujoso Casino de la Selva. Agregué a mi lista de contlapaches a los cuates Ballinas, Arturo Tenorio, Fito Girón —que después se volvió cantante de los Hooligans—, Juan Legorreta, Pulido, Ordóñez, Vera. Tiempos plácidos, pocas preocupaciones. Cargábamos con un temor consistente. La guerra nuclear. Estados Unidos y La unión Soviética cernían como espada damocliana la bomba atómica que nos quitaba el sueño —creo que exagero un poco—. Oíamos hablar de los barbudos que tomaron Cuba por asalto; de la asunción al poder de López Mateos —recuerdo las bardas pintadas con el logotipo del PRI—; de Eisenhower, tan difícil de pronunciar. La neta, la política nos valía madres, sólo escuchábamos hablar a los papás, que demostraban su erudición en las fiestas, discutiendo sobre política, futbol y box. Los sábados casi siempre se reunía la palomilla de cuates de mi papá para ver el box. Nos aficionamos a la fuerza. Recuerdo muchos nombres: El ratón Macías, José Medel —el huitlacoche—, Chucho Castillo, mantequilla Nápoles, Ultiminio Ramos, el Alacrán Torres. Los amigos se sentaban en la sala, bebiendo cubalibres de ron Castillo, cacahuates y papas, y derrochando erudición boxística. Podían pronosticar, no sólo quién iba a ganar, sino el round exacto, hasta el minuto en que iba a caer.
continuará...
4 comentarios:
ajetreada vida la tuya,
pero me divierte la
narrativa y los recuerdos
que los míos son menos
largos pero en fin casi
parejeando, gracias
por hacerme recordar.
mario
Mario:
tarde o temprano tenemos que voltear la mirada hacia atrás a ver lo que dejamos.
Gracias por dejar tu huella.
Álvaro
Estoy esperando la parte del niño en bici, genial!!!
Abrazos
Lucero
LLegará en dos capítulos. Gracias por tu presencia.
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