jueves, 10 de abril de 2008

Fulminado por la letra (Fragmento de novela)


Desde que me rayó la primer luz de la razón,
fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras,
que ni ajenas reprensiones, ni propias reflejas,
han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí…

Juana Inés de la Cruz


El amanecer los sorprendió fundidos en un solo cuerpo, desnudos, enamorados y llenos de felicidad.
—Buenos días —saludó Calíope—, ¿qué vamos a hacer hoy?
—Tengo la inquietud de empezar a escribir, pero no creo poder hacerlo. Aunque las ideas brincan por mi mente, no puedo concentrarme en nada que no seas tú.
Calíope respondió a los galanteos de su escritor, acariciando sus mejillas, peinando sus enredados cabellos con ambas manos.
—Tenemos todo el día por delante. Al menos, yo no tengo sueño.
—Yo tampoco.
— ¿Qué propones?
Guillermo Cervantes meditó durante algunos segundos y enseguida sugirió.
— ¿Por qué no iniciamos el día con un suculento desayuno en la cafetería de chinos que está en la calle de Álvaro Obregón, a unas cuadras de aquí? Podríamos tomar un café con leche al más puro estilo oriental, acompañado por esos suculentos bisquets; Después, quisiera visitar alguna librería o biblioteca, consultar ciertos libros. Quiero caminar contigo por el parque de Chapultepec, quizá visitar el zoológico, podríamos ir a algún cine en donde pueda besarte furtivamente sin que nadie nos vea.
—Todo aceptado. Estoy a tu disposición.
Se olvidaron durante casi diez horas de la literatura, del Gran Jurado, de sus frustraciones. Pasearon como adolescentes tomados de la mano, abrazados, besándose públicamente. Fue el día más delicioso que Guillermo recordaba haber vivido en los últimos años. A las siete de la noche, regresaron al departamento, se bañaron juntos en apoyo a la campaña de ahorro de agua que habían escuchado en la radio, y se prepararon para recibir al siguiente invitado.
— ¿Quién será? — preguntó Calíope.
—No lo sé.
— ¿Quién te gustaría?
—No lo he pensado. Todos me producen el mismo temor inicial.
Unos minutos antes de las doce de la noche, bajaron al departamento de Calíope para refaccionarse de café, té y galletas, sabiendo que al subir, el tutor en turno estaría esperándolos.
A las doce y cinco regresaron ansiosos por la revelación que les aguardaba. Entraron, encendieron la luz y se llevaron una gran sorpresa.
En la sala, estaba sentada una mujer joven y hermosa. Tendría no más de veinte años. Lucía un moderno traje sastre, a través del cual se perfilaba un cuerpo muy bien formado. Tenía el cabello de un castaño similar al color de los troncos de los cedros, un rostro serio y enigmático. Leía un libro de Guillermo, tomado del librero. Se puso de pie, al darse cuenta de que tenía compañía.
—Vos debéis ser Guillermo y vos, Calíope —dijo la intrusa, observándolos con curiosidad—. El retrato que me hicieron Octavio Paz y Jorge Luis Borges fue bastante deficiente. Calíope, sois mucho más bella en persona que en la descripción de ambos caballeros, aunque los dos hayan sido poetas excelsos. Vos, señor Cervantes, reflejáis una inteligencia y sensibilidad en vuestra mirada muy superior a lo que esperaba.
Ante la cara de idiotas desorientados que tenían los dos, la visitante decidió presentarse para descorrer el velo que la medianoche había tendido en el intelecto de ambos.
—Creo que no sabéis quién soy, ni que hago aquí, ¿verdad?
Ambos sostuvieron la cara de idiota como respuesta a la pregunta.
—Entonces, me presentaré. Mi nombre es Juana Inés de Asbaje Ramírez, aunque quizá vosotros me identificaríais mejor como sor Juana Inés de la Cruz. Estoy aquí, convocada por un grupo de inmortales que se autodenomina teatralmente El Gran Jurado. Octavio Paz abogó por mi presencia ante vosotros, en este siglo XX, y después de muchas deliberaciones y discusiones —vaya que les es difícil ponerse de acuerdo—, aprobaron mi inclusión, presencia inmerecida aquí, en la tierra de los vivos, y la exención del gran bardo español Antonio Machado. Me parece, señor Cervantes, que habéis salido perdiendo en el cambio, pero me siento halagada y agradecida por tan inesperada oportunidad.
La asombrada expresión de la pareja empezaba a relajarse. La bellísima e ilustre huésped lucía muy diferente a la imagen que tenían de la décima musa. En las pinturas que aparecían en las enciclopedias, en las portadas de los innumerables libros de poesía que durante siglos habían sido editados en todo el mundo, aparecía enfundada en un estricto hábito de monja.
Una vez sentados, después de repasarse mutuamente, permanecieron en silencio. Juana de Asbaje lo rompió con voz dulce y segura.
— ¡Qué hermosos colores tenéis en la cara, Calíope! Vuestras mejillas son tan rojas como manzanas maduras y combinan con el profundo carmesí de los labios; vuestros ojos lucen esplendorosos con esos tonos verdes como el mar, con los que los destacáis.
Calíope, respondió como si estuviera platicando con una compañera del trabajo.
—Sólo es maquillaje, señora.
Le mostró un estuche de plástico.
Sor Juana miró con gran interés los afeites del siglo XX, atiborrando de preguntas a la joven. Durante casi media hora, se enfrascaron en una inconfundible tertulia femenina, ignorando al pupilo. La sección de confidencias terminó con una audaz proposición de Calíope.
— ¿Me permite maquillarla?
Sor Juana preguntó a Guillermo, que observaba la escena carcomido por los celos ante el parloteo de las damas, si aceptaría que le robara unos minutos más a su tiempo de literatura, para probar el maquillaje. Guillermo enfurruñado aceptó.
Las jóvenes se dirigieron al baño. En unos minutos, la austera poeta del siglo XlX fue transmutada en una moderna muchacha de gran belleza. El escritor estuvo a punto de proponer posponer la entrevista y llevar a la décima musa a una discoteca.
Al regresar al sillón, Calíope dijo a sor Juana, rompiendo el turrón y hablándole de tú.
—Disculpa el comentario, pero te ves mucho más joven que en las pinturas que hemos visto de tu época. Cervantes, Wilde, Borges y Paz eligieron venir con el aspecto que tenían en los últimos años de su vida; incluso Georgie, perdón, Jorge Luis Borges, prefirió regresar ciego a cambio de tener la edad en la que se sintió más feliz e inteligente.
Sor Juana respondió divertida.
—Los hombres, a través de los siglos, siguen igual de necios.
Calíope intervino.

Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis,

si con ansia sin igual
solicitáis su desdén
¿por qué queréis que obren bien
si las incitáis al mal?”

—Pues siguen igual, Calíope. El Gran Jurado nos da la oportunidad de elegir la edad física en la que queremos regresar. Los hombres, en su infinita arrogancia, creen que la inteligencia y la madurez están reñidas con la apariencia física. Prefieren ser viejos, a correr el riesgo de perder la lucidez. Vuestra servidora, que antes que nada es una mujer, eligió los veinte años de edad. Si tengo que cambiar la inteligencia que logré alcanzar a los cuarenta y cuatro, por el entusiasmo, los sueños, la fuerza vital que tenía a los veinte, la elección es indudable. Perdonad la vanidad, pero es parte esencial de la naturaleza femenina.
Ahora sí, estoy a vuestras órdenes, señor Cervantes.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sor Juan no era gorda sino hermosa. Quita esa caricatura horrible! Nada más chiché que citar en un texto, aun de creación literaria, las famosas redondillas contra los hombres. Si quieres conocer a Sor Juana en verdad, lee el Primero Sueño o el Divino Narciso. Ya no seas tan aficionado.

Absenti.

Álvaro Ancona dijo...

Pobrecita anónima. Pon tu nombre y te contestó, a ver si entiendes.