miércoles, 23 de abril de 2008
…y coincidir
SIETE AM
Confundió el sonido del despertador con el de una ambulancia que pertenecía a un accidente sangriento del último sueño, ése que se cuelga durante algunos segundos de la vigilia. Un segundo timbre alertó sus reflejos condicionados y lo ubicó de lleno en el día: el teléfono. ¿Quién coños llamará tan temprano? Un happybirthday desafinado le recordó que era día de su cumpleaños. Los timbrazos se sucedieron. Después de todo, no era un año más. Los treinta representaban el final de la tercera década, estreno de la vida de adulto. Ese día se graduaba como hombre según las consejas del conglomerado municipal de alta densidad. En su mente reverberaba la voz de la primera llamada, la de su madre que no perdía oportunidad para sermonear con cualquier pretexto: espero que vengas a comer, te prepararé enchiladas verdes, las que te gustan; la última vez te encontré demasiado flaco, ¡claro!, ¡cómo no!, si te alimentas de comida chatarra, desayunas gansitos y cocacolas; cómo estará tu organismo; por supuesto, si vives solo, como perro; tus hermanos menores ya se casaron, ya me hicieron abuela, pero tú insistes en vivir como soltero, ¡ay hijo!, los hombres no saben vivir solos, necesitan que los cuide una mujer. Si no me das un nieto pronto, tendré que adoptar uno y ponerle tu nombre.
En algo tenía razón. Empezaba a hartarse de la soledad. Sus amigos, sus hermanos, su generación, habían cumplido con los rituales de la sociedad con más eficiencia que él. En el fondo le valía madres la opinión global, pero las noches empezaban a parecerle demasiado largas. Aprovechó la regadera —paradigma cotidiano— para diseñar la agenda del día: pasaría a la oficina, aunque estaba advertido de que su presencia sería considerada non grata. Sus socios en conjunto le solicitaron un paréntesis a su manía obsesiva de ser el primero en llegar y el último en salir. La firma de abogados, de la cual llevaba Ángel la parte laboral, podría sobrevivir un día sin su talento. A pesar de la carga de trabajo, aceptó el asueto propuesto, pero tendría que pasar, por lo menos unos minutos, para firmar una demanda. Esperaba con toda la sinceridad del mundo, evadir la incómoda partida de pastel con mañanitas incluidas; los ritos coloniales le producían claustrofobia. Después iría a cortarse el cabello, y a comer a casa de sus padres. El clan familiar en pleno cumpliría con las tradiciones. Difícil evadir la pachanga vespertina que solía epilogar los festejos. En la noche, saldría con el único de los socios del bufete, cofrade de soltería. Pedro estaba comprometido en matrimonio, y su novia Marissa, invitaría a su mejor amiga para hacer el cuarto. Detestaba cordialmente las citas a ciegas, pero las fotografías que Marissa le mostró, terminaron por convencerlo. Era una hermosa dama.
En el trayecto, se permitió un bosquejo autobiográfico nada habitual. Solía mirar por el parabrisas más que por el espejo retrovisor. Poco recordaba de la primera década. Vida familiar, lúdica, normal, típica de la clase media de la gran urbe. Escuelas privadas de medio pelo, mixtas, laicas y bilingües; religiosidad moderada, proveniente del matriarcado doméstico; educación media, normal de su generación, que incluía un dominio congénito de la alta tecnología, del inglés como segundo idioma, y de la carrera elegida. Le gustaba su trabajo, le apasionaba la concepción cardinal del estado de derecho, base estructural de la sociedad civilizada. El campo sentimental era el más flojo de su currículum. Dos novias formales, sin la pasión suficiente para comprar diamantes. No tenía prisa, estaba convencido de que la extraña indicada, aparecería en el momento oportuno, y que la señal sería contundente. Salía constantemente, conocía a decenas de candidatas cada mes, pero no había llegado la precisa. Quizá sería esa noche, quizá la amiga de Marissa era la coincidencia esperada.
Sandra Luna salió huyendo de su casa para buscar refugio en el consultorio. Desde los veinticinco, los cumpleaños se habían convertido en un martirio chino. Su mamá, tías, hermanas y amigas, estaban preocupadísimas por su soltería tenaz. Era sacrilegio social llegar a los treinta sin tener siquiera novio formal. Sandra invirtió los años casaderos en estudiar su carrera de psicóloga, una maestría en comportamiento organizacional y un doctorado en psiquiatría clínica. Tuvo novios y pretendientes, pero ninguno resistió a la rata de biblioteca, como la llamaban sus amigas cercanas. Su ignorancia acerca de la música contemporánea, del baile de discoteca, del Prêt-à-Porter, ahuyentaban a la turba de galanes que pretendían su belleza. Si algo le encabronaba era la obsesión de sus parientes y amigos por conseguirle un buen partido. A los treinta, una chica decente se graduaba de solterona si no estaba —como mínimo— comprometida. Marissa, su vieja room mate de la universidad, organizó una cena con el socio de su novio para celebrar el cumpleaños de ambos: te juro que no te vas a arrepentir. Es un cuero de niño, abogado brillante, soltero, con mucha lana, un Mercedes Benz deportivo, tiene un cuerpazo, y es divertidísimo. Le mostré tus fotos de la escuela, y quedó prendado. ¡Ay Sandy, presiento que éste es el bueno! Con tal de no discutir con Marissa, y recordarle la fila de galanes perfectos que le había presentado diciendo lo mismo —éste sí es el hombre ideal para ti—, aceptó y la cita quedó concertada para esa misma noche. Tenía un extraño presentimiento. Desde que vio la sonrisa fotográfica de Ángel, y supo que cumplían años el mismo día, lo consideró una cábala a la que más valía no oponerse. Gastó varias horas pensando en el extraño al que conocería en la noche. Jamás había conocido a un hombre llamado Ángel, le gustaba la idea.
Después de atender a los escasos pacientes que no pudo cancelar la burra de su secretaria, decidió darse un regalo especial. Fue a una clínica de belleza, y permitió a las profesionales de la estética: masajearla, peinarla, limpiar su cutis, atender sus uñas, y dejarla como de veinte. Después entró a una exclusiva boutique, y se atavió de pies a cabeza al más sonoro aullido de la moda. Permitió al espejo darle la bienvenida, no podía quedar más hermosa. Estaba al tope.
DOS PM
La familia de Ángel era capaz de organizar un sarao espectacular a la menor provocación. Cumpleaños, santos, aniversarios, cualquier pretexto era bueno para matar tarde, y festejar como si fuera el último día de la vida comunitaria. Llegaron a la casa matriz cargados de obsequios, botellas de vino, niños, suegras y perros. El nuevo convertible de Ángel sirvió de expediente para autorizadas opiniones técnicas, y brindis por el hermano solterón: ¡claro, este cabrón no tiene hijos que mantener! ¡Si tuviera esposa traería un vocho! ¡Es la única manera de que lo pelen las chavas! Las enchiladas verdes acompañadas de frijoles refritos, cervezas heladas, caballitos de tequila reposado, cubalibres, armaron la tarde típica de la costumbre familiar, aderezada con pleitos de niños, llantos de alguna cuñada incomprendida, segunda ronda de comida, floreros rotos, y calientes discusiones políticas, que llegaban al climax cuando el futbol salía a relucir: ¿cómo viste a las maricas de las chivas? ¡El América no le gana ni al Texcoco!
Al anochecer, el festejado decidió arreglarse para la cita. Tendría que estar a las nueve en el antro pactado, quedaban pocos minutos. Se arregló con calma, eligió prendas favorecedoras, probadas, colores que destacaban el bronceado obtenido en playas y canchas de tenis.
A Sandra se le subió la bilirrubina sin que pudiera evitarlo. ¡Qué sorpresota le tenía reservada su padre consentidor! Un Audi TT convertible, rojo fuego, orgasmo de sus calenturientos anhelos. La velocidad le seducía, y alguna vez comentó que ése era El auto. Hete aquí, que el pater familia, decidió paliar el ingreso al mundo de las quedadas de su princesa, con el obsequio anhelado. Permaneció sentada al volante, mientras su progenitor garantizaba la trascendencia de su generosidad filmando el evento, tomando fotografías y descorchando una botella de Dom pérignon, lujo exclusivo de grandes eventos familiares. La festejada accedió a los rituales, se dejó cantar, brindó con todos hasta que el reloj le avisó que eran las ocho de la noche. Le quedaba justo el tiempo para arreglarse. Después de treinta minutos se miró al espejo y quedó satisfecha. No podía estar mejor, presentaría su mejor cara al afortunado Ángel. Las burbujas eran complacientes.
OCHO TREINTA PM
Ángel hizo honor a su fama impoluta de caballero. No le tomaría más de veinte minutos llegar al antro seleccionado para la celebración. Trazó en un mapa mental la ruta que tomaría, rogando a Cronos, y al gobernador de la capital, que el tráfico estuviera razonable. El circuito interior le permitió probar la potencia y estabilidad de su Mercedes. Adoraba la sensación animal del aire golpeando su rostro, del trote poderoso de los trescientos caballos que lo conducían por las distintas arterias. Por las noches solía bajar la capota del convertible y entregarse a la sensualidad de Eolo.
NUEVE PM
A dos cuadras del estacionamiento encontró una inédita soledad. No había coches en la calle, qué mejor oportunidad para llegar derrapando, demostrar su inmadurez de tres décadas haciendo un arribo espectacular. Deseó que la tal Sandra estuviera en la puerta, para enloquecerla con su audacia.
La tal Sandra estaba en el extremo opuesto de la calle. Qué delicia, este automóvil es un sueño, llega a cien kilómetros por hora en siete segundos, es una maravilla. Espero que Ángel esté esperando en la entrada como corresponde al caballero que me pintaron. Se le van a caer los calzones cuando vea mi regalo, mi atuendo de princesa y mi sonrisa letal.
Aprovechó la soledad de las calles para dejar su cabello volar. Disfrutaba del viento que se estrellaba en su rostro, la capota del convertible estaba guardada en la cajuela, qué sensación extraordinaria. Dos faros de halógeno venían directo hacia ella.
—¡Algo pasó! —advirtió Marissa—. Baja la velocidad.
Pedro tuvo que estacionarse a una cuadra del bar al que se dirigían. Eran las nueve y media. Por sugerencia de Marissa, habían retrasado su llegada para que Ángel y Sandra se conocieran sin interferencias molestas. Las luces licuadas de ambulancias y patrullas pintaban de azul y rojo la noche. A Marissa se le detuvo el corazón al llegar al lugar del accidente. Identificó en un segundo el coche nuevo de Ángel, o lo que quedaba de él. Apretó la mano de Pedro, rogando a todos los santos que no fuera su amigo el accidentado. Los automóviles habían chocado de frente, a las nueve en punto de la noche. Ni un minuto antes, ni un minuto después. La parte delantera no existía. Los cuerpos estaban fundidos en uno solo. Ambos llegaron a la cita.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
7 comentarios:
Álvaro:
Leer tus cuentos es una delicia!
Las coincidencias no son azarosas, tiene sus razón, aunque desde el principio me imagine que Ángel y Sandy iban a coincidir... no me imaginé, nuncaaaaaaaaa,que fuera de esa manera, no... no... no...,
aluna parte de mi reclama un final sin choque, otra se queda conforme; que las cosas son así...
así son.
Recibe un abrazote
Lucero
Algunos dicen que las coincidencias son la mano del Dios, o del destino. El hecho es que afectan constantemente nuestras vidas.
Gracias por venir
Álvaro
Caramba Álvaro, me has dejado fría...Vaya coincidencia.
Muy bueno el relato, escalofriante el final.
Un abrazo
Antonietta:
me encanta encontrarte por aquí. Como vez estoy en proceso de añadir y agradecer como corresponde la nominación que me hiciste.
Álvaro
Si ya veo...jajajaja, a ver si aprendes niño, la lección.
Un abrazo
Alvaritoooo que final!! Trágico pero sabes al final están juntos eso quiero pensar.
Sandra Luna se fue con su Ángel. Ohh dí que sí Alvarito ya me conoces como soy jijii, de soñadora.
Un placer leerte, un deleite
Besitoss
Alvaritoooo olvide decirte me llevo la fotito esa de los nenes, es hermosaaa!!
Graciass
Muakkk
Publicar un comentario