martes, 24 de junio de 2008

La última profecía (Fragmento de novela)



V.

Despertó doña Soledad Santibáñez al más infausto amanecer de su vida. El destino golpeó inmisericorde. Después de una semana, cayó en una crisis de rebeldía, pero no contra el dios católico, sino contra los dioses primarios que poblaban las entrañas de su espíritu. Por qué insistían en aporrearla de manera tan cruel. Al fulminar a la reencarnación de Ix Chéel daban validez a las estúpidas profecías de Mamalola que se opuso a que salieran de Ah´tlán cincuenta años antes. Retomó el rencor contra la hechicera maya —que tomaba revancha cinco décadas después— por haberle robado a Isabel, su única hija. Recordó la escena como si hubiera sido una semana antes. Tenía entonces veintidós años, y era tan bella que producía temor a los jóvenes pretendientes. Hija de la quinta Rosario, descendiente en línea directa de Rodrigo de Guerrero, hijo de Gonzalo, heredó la hermosura de Ix Chéel, y la arrogancia de Rodrigo. Altiva, sofisticada, subversiva ante el encierro en el que vivían en Ah´tlán, y ante la imposibilidad de encontrar una pareja digna de su alcurnia. Estudió con ahínco la historia de España, venerando todo lo relacionado a sus antepasados. La cultura mestiza le provocaba conflictos existenciales. La enseñanza de la cultura maya la tenía sin cuidado. Trató siempre a Mamalola con poco respeto y consideración. La menospreciaba, porque descendía de la única línea de habitantes que no tenía ojos azules y por su religiosidad pagana e idólatra —Mamalola jamás aceptó al Dios católico, ni a su profeta Jesucristo—. Vivía como sus antepasados mayas, despreciando el mestizaje cultural y religioso. Aceptaba que la india poseía gran sapiencia: era capaz de interpretar el pasado y de predecir el futuro. Era la Chilam Balam, la agorera principal de Ah´tlán; en sus manos residía el futuro de todos los niños del pueblo.
Soledad era diferente. Blanca. Pura. Soñó desde su infancia con dejar el pueblo y viajar a la España de sus ancestros. Se rebeló desde los diez años ante la prohibición que durante cinco siglos impidió salir a los habitantes de Ah´tlán. Se reía de los jóvenes que osaban pretenderla. Como descendiente en línea directa de los padres fundadores, esperaba un destino diferente. Sus padres murieron de una extraña afección cardiaca cuando ella cumplió los doce años, y desde ese día vivió en la casa de Mamalola, hasta que cambió su destino.
Durante la celebración del año nuevo, el pueblo entero se sumergió en una francachela que duró seis días. Soledad, que abominaba esas paganas costumbres, observó el desarrollo de las fiestas con repugnancia. Huyó a su escondite favorito: un claro en el bosque en el que solía refugiarse cuando le llegaba el agua al cuello. Un círculo de pasto y flores, rodeado por enormes cedros que permitían pasar los rayos del sol intermitentemente, creando una atmósfera de claroscuros que la embriagaba. En uno de los costados del claro, pasaba un arrollo de agua clara y transparente alimentando a las flores y a la hierba. Solía acostarse sobre un mullido colchón de flores de Xtabentún y soñar con la España de sus abuelos, con sus antepasados gentilhombres, y con un príncipe de Castilla que algún día aparecería para rescatarla y llevarla a la tierra de Gonzalo Guerrero. Antes de salir, tomó un recipiente lleno del elixir que preparaba Mamalola con las flores de Xtabentún y la miel de las abejas. Jamás se había atrevido a probarlo. Era muy fuerte, y le daba miedo el misticismo con que la vieja lo preparaba. Bebió por primera vez un trago del brebaje y lo encontró dulce y estimulante. Tenía un sabor exquisito y un aroma similar al de su escondite del bosque. Se terminó la botella y cayó en un sueño apacible. Estaba llena de lascivia, algo nunca antes experimentado. Cada poro de su piel tenía vida propia. Abrió los ojos y lo vio: un hombre del tamaño de los árboles, de piel sin color, enfundado en una brillante armadura.
—¿Quién sois? —interrogó al intruso:
—Francisco de Santibáñez, natural del puerto de Santa María, en Castilla. Estoy perdido. Llegué en la expedición de don Diego de Nicuesa para el Darién. Naufragamos y llegué a una playa sin habitantes. He vagado desde entonces, sin derrotero. Eres la primera persona que veo en años.
—¿Conocisteis a don Gonzalo Guerrero?
—¡Voto a Belcebú! Por Cristo que lo conocí. Venía con nosotros en la expedición. Era una persona muy importante allá en la Extremadura de España. No le he vuelto a ver desde el día del naufragio.
Soledad sintió una gran compasión por ese hermoso hombre perdido, que según sus cálculos, había vagado por las tierras del Mayab por cuatrocientos años sin ver a nadie. Seguramente estaba muy cansado. Le quitó la ropa. Lo lavó sin prisa con agua del arroyo. Lo recostó después en el lecho de flores de Xtabentún y lo dejo dormir durante horas, mientras ella iba a su casa por víveres. Esperó a que despertara. Le ofreció un banquete y una jarra del licor de Mamalola. Francisco de Santibáñez se involucró —después de ultimar la botella— en la concupiscencia de la hermosa mujer que lo cuidaba. Soledad entregó su doncellez como algo natural, al extraño indicado esperado toda su vida.
Despertó varias horas después. Desnuda, relajada, feliz como nunca lo había sido. Se vistió con parsimonia y regresó a casa. Olvidó al otro día la escena. Había sido un sueño delicioso alumbrado por el elixir. No volvería a beberlo.
Sin embargo, el ciclo que le recordaba mensualmente que era mujer apta para el matrimonio, se detuvo durante cuatro meses. Supo entonces que esperaba un hijo, un hijo concebido durante su sueño en el bosque. Mamalola la sorprendió preguntando.
—¿Qué vamos a hacer con tu hijo?
No se asombró. Nada podía ocultársele. Dominaba los tres tiempos.
—Pues tenerlo, y después largarme para siempre de Ah´tlán.
La respuesta no sorprendió a Mamalola. En la mirada de Soledad podía leerse el futuro. Nadie, nada, podría detenerlo.
Cuando llegó el momento, fungió como partera, auxiliada únicamente por su hija Isabel, de la misma edad de la parturienta. Le dio a Soledad un vaso grande de su elixir, que entre otras funciones hacía el papel de anestésico natural y preparó los ritos del parto. Se encomendó a Ixchel y recibió a una hermosa niña rubia, sin trazas de mestizaje, con los ojos azules de la madre. Soledad decidió su nombre: Teresita del niño Jesús, con el apellido del padre: Santibáñez.

3 comentarios:

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