Escucho campanitas en el tejado, pero no,
no me estoy volviendo loco cofrades de la noche,
son renos, proverbiales renos voladores halando el trineo
del hombre blanco y barbado de de la mitología escandinava
con su gran barriga roja y sus carcajadas legendarias
y me pregunto sí así vieron mis congéneres prehispánicos
a Gonzalo Guerrero cuando encalló su carabela
en el arrecife de la antigua Zamá en el siglo XVI del Señor.
El invierno desafía a los monos desnudos
con un frío de los mil diablos, y el diablo a los niños pudientes
con un reto de los mil inviernos para que elijan juegos
en su I pod suficientes para matar el ocio vacacional
mientras los menesterosos reclaman su Navidad
como impuesto de temporada en un bote de hojalata.
Como fondo musical la radio, a fuerza de payola,
nos regala una nueva versión con la ley de la oferta
y la demanda del Jingle Bells.
Los peatones inventan la versión tercermundista de la rush hour
neoyorquina moviéndose como hormigas despistadas, acarreando
por calles y centros comerciales un árbol de Navidad en la espalda
y haciendo malvares con cajas de regalo vestidas de querubines obesos
y coronas de adviento repletas de buenas intenciones.
Sólo por eso, al primer repique campanil o mugido de Rodolfo,
el ridículo reno de la roja nariz, exhibo públicamente mi credencial
de miembro fundador y honorario del club de Scrooge
firmada por el propio Dickens y me refugio buscando la paz
de mi sillón favorito para leer los libros que el año por morir
dejó en lista de espera.
1 comentario:
Ojalá todos padeciéramos este síndrome, estimado Alvaro, quizá entonces veríamos mejor las cosas. Un abrazo de Navidad. Seguimos leyéndonos.
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