lunes, 28 de marzo de 2011

El club de los perdedores (Fragmento de novela) Editorial Pelícano




III. Cayetana

—Aunque no lo crean, pudo haber sido una historia brillante. Por lo menos, los primeros años pintaban así. Mi madre era una grandísima hija de puta, pero eso lo supe hasta que cumplí treinta años. Mi padre, lo contrario, un mandilón sin remedio, dominado siempre por la razón o por la fuerza bruta de la bruta de mi progenitora que debe estar rostizándose en el último piso del infierno, si Dios es tantito justo. No me vayan a tachar de vanidosa, pero era yo una niña llena de talentos, lo juro; cantaba, bailaba como un cisne del lago ese, del famoso…
—El de Piotr Ilich Tchaikovsky —apuntó Eusebio.
—¿¡Quéeeee!?
—Ése, Tchaikovsky
—Bailaba ballet, así como me ven de gorda. Flotaba con mis zapatillas rojas de punta. Cantaba también. Tengo hasta la fecha el timbre exacto de una mezzosoprano, y cuando gusten me remitiré a las pruebas. Todo iba de maravilla hasta los trece o catorce años. Ahí empezó el desmadre. Conocí a un tipo, un verdadero gañán que me volvió loquita a la primera sonrisa, idiota que es una de jovencita. Tenía unos cuarenta años el recabrón, y me enseñó en una sola semana a comer con cubiertos, a tomar vino, y todas las posiciones del “Kamasutra”.
—¿Kama qué? —preguntaron a dúo Joaquín y Cristobalito.
Eusebio levantó los brazos hacia el cielo, implorando paciencia.
—“Kamasutra”, par de iletrados. Cayetana se refiere a un libro escrito hace más de dos mil años, antes de que Jesucristo naciera. Originalmente era una serie de aforismos escritos por un hombre llamado Nandim, pero fue después resumido e interpretado por muchos autores. El que conocemos es el de “Mallanaga Vatsyayana”, dedicado a los burgueses de la sociedad hindú para instruirlos en las artes amatorias. No tiene nada de pornográfico —aclaró Eusebio, ante la expresión libidinosa de Cristobalito—, es un libro serio, casi científico, pero interrumpimos la historia de Cayetana con estas burradas.
—Sigo entonces —dijo la gorda anfitriona levantando su copa—. Ese perro me sacó de mi casa. Me llevó a vivir con él, ante la aprobación de mi mamá y la mariconería de mi papá, que no se atrevió a manifestar su desacuerdo. A los seis meses me regresó embarazada, sin haber cumplido los diecisiete, y mi mamá me corrió de la casa diciendo que no aceptaba putas.
—De verdad que era una desgraciada —dijo Joaquín indignado.
—Una cabrona —continuó Cristóbal.
—Una hija de la chingada —complementó Eusebio.
—Todo eso y más, pero déjenme continuar, que aquí empieza lo bueno. ¿Qué podía hacer una niña desamparada con un hijo creciendo en la barriga? Conocí a un muchacho, un vecino un poco mayor, y me llevó con una bruja. Una hechicera célebre en los tiraderos de basura que era capaz de espantar a la cigüeña en minutos con sus manos. Perdí al niño de ocho semanas. Me lo entregó la bruja envuelto en un periódico. Perdí también la capacidad de tener hijos. Los pulgares de la curandera arrasaron con todo lo que encontraron a su paso. Me quedé sola, enferma, sin un centavo, con muy pocas ganas de vivir. Conocí entonces a un mimo, un actor viejo de teatro, un trashumante que recolectaba centavos haciendo números de pantomima en el barrio de Coyoacán. Me senté hambrienta y cansada a verlo. Cuando todos se habían marchado, incluso la luz del día, seguía yo mirando cómo levantaba su sombrero, guardaba sus enseres y hacía corte de caja contando monedas y billetes arrugados. Me fascinó la expresión de dolor escondida en la capa blanca de la pintura. Traía cargada la tristeza de toda una vida. Estaba tan cansado como yo, pero con seis décadas de diferencia cronológica. Ese día inició la más conmovedora y emocionante relación que viví. Marcelo, aunque nunca supe su verdadero nombre, se convirtió en el hombre de mi vida. Fue mi primer padre, amigo, socio, jefe, todo lo que gusten. Imagínense a la pareja: una jovencita de diecisiete años y un cansado mimo de setenta y tantos. Él necesitaba alguien que recolectara las monedas durante su espectáculo; yo necesitaba alguien que me recolectara a mí, que no iba ni venia a ningún lado. Los dos estábamos ávidos de compañía y de afecto. Me llevó a su casa. Un tapanco lleno de carteles, de marionetas, de vestidos teatrales. Para una niña, el piso era un lugar lleno de magia. Marcelo había sido actor de teatro, de cine, hasta de televisión en papeles secundarios; traspunte teatral de los de antes del apuntador electrónico, de los que se escondían en una concha y soplaban a los actores sus parlamentos; había sido también escenógrafo, coreógrafo, bailarín, pero siempre en el chorus line, jamás cerca del proscenio. Huérfano de padres, hijos, hermanos y amigos; solterón empedernido, incapaz de conservar cualquier relación social. ¿Saben por qué? Porque era el hombre menos hipócrita que he conocido. Decía siempre la verdad, gritaba su opinión sin el menor prejuicio de lo políticamente correcto o de la diplomacia social. Su espontaneidad le costó la amistad, el amor, el éxito en su profesión, o sus profesiones diversas. Cuando un director le preguntaba sobre una obra, Marcelo respondía simplemente: es una porquería comercial, pero qué le vamos a hacer, si el público es tan ignorante que aplaude cuando debería abuchearla.
Sólo tres años duró la apasionada relación. Todas las mañanas me disfrazaba de algo diferente para mi labor de cosechera de monedas y espejo mímico. Me convertía con sus artes prodigiosas en princesa, en payasita, en diva, en ángel, en grillo, en lo que se les ocurra. Mientras más espectacular era mi atavío, más productiva resultaba la mañana. Marcelo hacía su cuadro, y yo recogía las monedas en un sombrero de copa, que llegaba a llenarse en los días buenos. Eran una combinación ganadora: el viejo mimo triste y la mariposita que revoloteaba por el Club de espectadores transformando toda la gama de sentimientos, complejos, culpas y frustraciones, en monedas de cobre y plata. Me instalé en la cama de Marcelo, la única que existía en el tapanco. No me atrevería decir que me adoptó como hija, sería inexacto. Aunque me trataba como a una princesa, con esa gracia culta de los hombres de teatro, de esos señores que hacen de la sensibilidad un modo de vida, siempre respetó la distancia familiar. No era mi padre, eso estaba claro. Era una especie de padrino, de bondadoso guardián. Un anciano y una niña, imagínense la escena, poniendo una barrera ante los mortales con las máscaras, viendo a la masa municipal desde la altura del escenario, callejero si ustedes gustan, pero tan válido como el Carnegie Hall o el Sidney Opera House. Marcelo en verdad no se llamaba Marcelo. Se puso así en honor a su ídolo, Marcel Marceau. Nunca supe cómo se llamaba, ni de dónde provenía. Fue el mejor hombre que se cruzó por mi vida, pero también el más grande de los misterios. Por su acento, podría jurar que era de origen francés, como su adorado Marceau, pero jamás me permitió entrar a las habitaciones de su intimidad. Tres años fui hija. Conocí los sótanos del arte teatral, de la pantomima, del mundo soterrado de los actores de verdad. Por supuesto que mi inteligencia juvenil era arcilla preparada para adoptar sin reticencias una filosofía que consideraba a la libertad, en la más amplia expresión de la palabra, como el valor fundamental del hombre. Aprendí en esos maravillosos tres años el más sincero agnosticismo, el enfoque lúdico de la vida que sólo puede aportar la inteligencia, el pensamiento ecléctico y posmoderno, abierto a todas las formas de pensar y a todas las creencias.
Eusebio escuchaba extasiado el relato. Joaquín y Cristóbal intentaban atrapar las palabras, pero el lenguaje de Cayetana rebasaba su capacidad de comprensión.
—A los diecinueve años, enfrenté al segundo reto. Marcelo, maestro adoptivo, decidió entregar su cuerpo a los gusanos, como él decía. Cortar de tajo con la vida, a pesar de la luz que yo le había traído, y hablo con sus palabras. Simplemente no despertó el día en que empezaba el invierno. Su cuerpo decidió que no podría soportar otra temporada de frío. Antes de cumplir veinte años tuve que afrontar los trámites fúnebres de un hombre que no tenía parientes ni amigos. Aunque no le hice nunca caso, Marcelo me dijo varias veces que en su escritorio encontraría una carta con sus voluntades postreras. ¡Todo era para mí! ¿Qué era todo? Se preguntarán cuál era la herencia de un juglar callejero. Sus trajes, sus cartas, sus libros, una colección de monedas viejas, algunos cuadros originales, y el piso de Coyoacán. Resultó que la casa era propia, herencia de su padre y de su abuelo. Era mía ante notario público. Era yo terrateniente, propietaria de un departamento de gran personalidad. Dinero no tenía. Unos cuantos pesos enrollados en un baúl que resultó algo así como la Caja de Pandora. En ese baúl, que aún conservo intacto, estaban los escritos, poemas y cuentos de Marcelo. También los pocos documentos legales que acreditaban su existencia, y muchas sorpresas.
A las siete de la noche, Cayetana propuso continuar el relato en su propio departamento, para que lo conocieran. Joaquín intentó protestar, jamás había llegado tan tarde a su casa, Ana estaría colgada de las lámparas y buscándolo por los rincones. Eusebio sugirió que le llamara, No le des explicaciones, dile que estás ocupado y que vas a llegar tarde. Joaquín, envalentonado por su clan y por el alcohol ingerido llamó desde el celular de Cayetana. No permitió que lo regañara su esposa. Simplemente dijo: Voy a llegar tarde, luego te cuento, y colgó. Durante el trayecto a casa de Cayetana sentía inflamado el pecho de orgullo y satisfacción machista. Por primera vez en décadas había dejado a su esposa con la palabra en la boca. Podía imaginarla echando espuma, verde de coraje, acusándolo con su mamá, paño de lágrimas de sus desgracias existenciales. Que se jodan, es la primera vez que me voy de parranda en siglos.

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